Le tenemos miedo a todo. A las nuevas enfermedades y el desempleo. A los políticos y a no tener esposa. A un asalto y a que los hijos no sean exitosos. A no ganar lo suficiente en ojos de nuestros amigos y a quedarnos solos. La pandemia no es la causa, simplemente lo exacerbó. En los aeropuertos ya siempre éramos potenciales terroristas y narcotraficantes, ahora nomás le añadimos que somos amenazas virales. No digo que antes se vivía en las maniguas de los cielos, afirmo que hoy vivimos con miedo.
Pero ¿a qué le tenemos miedo? Algunos dicen que la digitalización vela el secreto. En el principio vimos a los signos perder el cuerpo para afianzarse como idioma, ahora buscan la corporeidad perdida para absorberlo todo. El cuerpo se vuelve un cascarón roto porque parece que el espíritu ha rescindido el contrato y ahora habita en la pantalla que tenemos enfrente, una como en la que estoy escribiendo. Mañana tendremos tantos emojis que no será necesario traducir en palabras nuestros sentimientos: describir y escribir se vuelve lo mismo. Entonces la pregunta nos acosa, ¿el espíritu tendría ocupación si careciera de cuerpo? Y sin encontrar la respuesta nos estampamos con la paradoja: el mundo digital no nos necesita (en tanto cuerpos), pero cada vez nos cuidamos más. En nuestra era puritana fumar -antes iconografía de prestigio- está mal visto, es prioritario asistir a la caminadora de lunes a sábado y desterrar los kitkats para siempre. Tenemos miedo hasta de la luz azul que emiten nuestras computadoras, empero no nos desconectamos.
La red social digital ha dado paso a la economía de la atención. Los hitazos desaparecen como producto material para devenir en la venta de algo que aún no alcanzamos a comprender: el estilo de vida. Cuando vemos a un influencer maquillándose o pasamos dos horas viendo su viaje por Guinea, ¿no estamos comprando la forma de hacer las cosas, de ver, de pensar? ¿No pedimos guías para cada tarea que desempeñamos? Por eso tenemos reseñas del consumidor debajo de cada signo de pesos . En la economía de la atención lo que importa es que el cliente salga complacido, y que lo diga. Este texto también será juzgado por los comentarios que suscite (y si no hay comentarios eso también dirá algo, pues todo comunica). Quizá Marx estaría contento, la plusvalía no la dan las máquinas, sino la opinión del usuario raso de tuiter, aunque tenemos miedo de que nuestra información caiga en manos equivocadas y se vuelva otro producto. Pero ¿no son los influencers a los que tanto aspiramos personas convertidas en producto? ¿No se están vendiendo a ellos mismos? No importa, ojalá fuéramos ellos, pero nosotros no queremos ser como ellos.
La digitalización está anegada de esas paradojas. Queremos pero no queremos. Somos los más tolerantes, amamos la diferencia y practicamos la inclusión como nadie nunca, pero estamos igual de indispuestos a los argumentos discordantes con nuestras teorías. Los poetas solo publican en revistas de poesía y los periodistas solo leen a periodistas: cada quien sus cubas, en su cajita de resonancia. Como dice Federico Guzmán Rubio, ante el miedo a no acordarnos de algo lo grabamos todo. El monumento, la agresión del vecino, el mezcal que tomamos y nuestra pierna en la tina. A lo mejor el presente acaba con la Historia. Sin embargo, nuestros posts en Instagram nos condenan. No importa que eliminemos las fotos con la expareja a la que odiamos, que borremos la etiqueta, sabemos bien que en los recovecos de algún servidor la evidencia prevalece: “Borrar el historial/ como si eso fuera/ a cambiar la realidad”. Igual que el hombre cuyo deseo era la inmortalidad, el individuo contemporáneo no ha caído en la cuenta de que un mundo con memoria perfecta, donde nada se olvida (el orbe digital) es una cocina de sufrimiento.
En esa gran simulación del mundo que son las páginas de internet, donde el cuerpo deja de ser el almodóvar del interior humano, estamos regresando al pensamiento animista. En paralelo a la ciencia, que torna a la idea de Agustín de que el conocimiento solo progresa con saltos de fe cada cierto tiempo, ahora creemos en el poder espiritual de cada cosa, en el karma. Cuando un amigo le da me gusta y comparte mi poema estoy en deuda con su próxima publicación, y es así como acabamos obligados a subir religiosamente a Facebook -durante semanas- las portadas de los discos más entrañables o -peor todavía- los mejores libros según nuestro pálido criterio. Ese animismo es también la causa de nuestra actitud melancólica frente al pasado. Nos sentimos más parricidas que los vanguardistas pero tomamos nuestras fotitos con cámaras análogas, creyendo que eso añade valor, dudamos del reguetón, ponemos a los Beatles, pensamos que el arte debe ser como Van Gogh y viajamos a Europa porque ¡ah, qué delicia sería poder estar en el París de Picasso!
Somos más libres y tenemos más miedo, como explica Heinz Bude. Un miedo que no nos podemos compartir ni a nosotros mismos . En la generación que decidió establecer lazos conyugales solo por amor el amor es lo más peligroso. Esa misma libertad para decidir con quien estar, que nos proporciona en todo momento el derecho a revocar el juramento de amor, es la fuente de nuestra inseguridad. El otro también se puede ir en cualquier momento. Incardinados frente al riesgo constante del abandono, sin garantías, nos protegemos. Por miedo a que nos dejen multiplicamos las relaciones. Paranoia que se expresa en la tierna idea de tener una pareja distinta en cada etapa de la vida (como si alguien supiera cuáles son esas etapas). Hoy la infidelidad no es un acto de lujuria, sino de autoprotección. Agobiados por esa nostalgia de las relaciones irrescindibles de la que habla Bude, en una de esas retornaremos al incesto, hasta ese día en que disolvamos los compromisos sanguíneos.
En occidente, somos los hijos (o nietos y bisnietos) del crecimiento económico que llegó en las décadas posteriores a la segunda gran guerra. Somos la clase media que se expandió en las sociedades liberales. Los que proclamamos el fin de la dictadura y el umbral del bienestar. Los que mantenemos al gobierno con nuestros impuestos y los de mayor poder adquisitivo, es decir, los que imponemos tendencia. Pero tenemos miedo. Miedo de perder lo que tenemos. Miedo de que si lo perdemos nadie estará con nosotros. Miedo de estar infracualificados para el trabajo. El portador del mejor título universitario hoy todavía tiene que sortear las evaluaciones de un mercado laboral que adolece de criterios claros . En el trabajo está el miedo de no poder con el puesto y ser despedido. O que golpee una crisis o que en unos años se prefiera el vigor de un recién egresado y el resultado sea el mismo. Preferimos callarnos, andar con cautela, no decir más de lo necesario, rehuimos a la confrontación. Mejor evitarse problemas, que cada uno resuelva sus asuntos. Tenemos miedo del miedo.
No creo que mi época sea peor que alguna previa. Mi esperanza es doble. La pandemia terminará. Contrario a lo que los profetas del fatalismo esgrimen, espero un resurgimiento de la vida social como el que hubo en la Europa de los años veinte, que sucedió al hartazgo del conflicto bélico y el virus de 1918. Por otro lado, como dice Burkhardt, la genética ahora nos asegura que la vida es la expresión de un proceso de escritura, así que tendremos que reaprender a leer: viene el regreso de las artes.