Es la nuestra la era de las recomendaciones, para aquellos que aspiramos a mucho y hacemos poco (a menudo nada). Recomendaciones para mantener los dientes blancos, para comer sano sin tener que gastar mucho, para preparar una comida rica en poco tiempo (los godines), para mantener la calma en medio del bullicio mental.

En las relaciones no faltan los gurús. Recomendaciones para identificar actitudes violentas, abusivas, invasivas, abrumantes, impositivas, misóginas. Por si hablar de toxicidad sonaba demasiado tóxico o ya estaba tan prostituido que daba risa o simplemente necesitaba una renovación generacional, los filósofos de las relaciones interpersonales del siglo veintiuno crearon un nuevo concepto: responsabilidad afectiva. Qué significa esa virtud tan meliflua es algo que seguimos averiguando, más allá de las inconveniencias que cualquier obra de los neólogos ocasiona.

Lamentablemente también ya sabemos, como nos enseñó Thoreau, que “hay novecientos noventa y nueve patronos de la virtud por un hombre virtuoso”. La responsabilidad pasó de ser un orgullo al que uno aspira con ahínco a un collar autoimpuesto y a una recomendación. Cuando digo recomendación, sin embargo, más bien me refiero al eufemismo que usamos hoy para decir ‘lo que hace una persona que quiere ser considerada buena persona’. Aunque ya sabemos, también, que las buenas personas no son parte de la ecuación de igualdad con personas respetadas, admiradas, buscadas, y, mucho menos, parte de ese selecto grupo de personas que acumulan suficientes ceros en sus cuentas bancarias como para ser considerados exitosos.

Hoy nos recomiendan salir a votar. Para cambiar nuestro país, es decir, para que siga exactamente igual. Para que tengamos derecho a quejarnos, como si alguien escuchara nuestras tristes plegarias. La recomendación es ir temprano, en familia, tener ubicada la casilla con una semana de antelación y salir de ahí a esgrimir orgulloso el dedo del cambio nacional. Refraseo: las buenas personas ayer se acostaron temprano, estudiaron detenidamente cada una de las propuestas de nuestros admirables candidatos, hicieron un triatlón a las seis de la mañana y antes de que abrieran las urnas ya estaban formados, perfumados y desayunados, con la sonrisa de la civilidad mexicana. Al entrar en las finas cortinas de plástico italiano hecho a mano que nos recuerdan la secrecía del acto, se transformaron, como cada sexenio, en la voz de la esperanza que nunca muere porque ni siquiera estamos convencidos de que haya existido. Al salir de la casilla la buena madre con su sombrero, el buen padre con su reloj, los buenos hijos con sus juguetes, suben al auto de la democracia y van directo a disfrutar un helado que simboliza el triunfo del pueblo.

Yo no sé qué es el pueblo ni la democracia. Últimamente pienso que nunca he sabido qué es la política mexicana. Pero intentaré definirla: una amalgama de comentarios que dan pena ajena impresos en papel y en pantallas todos los días (sobre todo en la mañana), anuncios aberrantes de los que nadie escapa cada seis años y cuasicartulinas mal dobladas metidas en cajas de plástico. Algo como las calles de nuestro país: una mezcla llena de hoyos y tapados y retapados que siempre vuelven a abrirse. Nuestra política es una avenida llena de baches.

Ojalá mis hijos (que nunca tendré) vean el país que todos soñamos (que nunca llegará) para que en el cielo (que no existe) frente a Dios (que tampoco existe), cuando Él me juzgue como impoluto (¿lo soy?) o bien decida mandarme al infierno (que si existe seguro es más divertido que su contraparte) yo pueda enarbolarme como el modelo de buena persona que ha seguido todas las recomendaciones que le han dado. Porque no he sido esa persona, tan solo me he limitado a ser un patrono de la virtud, y desde aquí les recomiendo no hacerlo.

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