Escribir un diario es un suicidio. Confesarse en público, hablar como si se estuviera solo pero dejando evidencia para todos. Aunque es cierto que al escribir esto estamos la página y yo, la palabra sigue siendo el testimonio diáfano de la existencia.
Escribir un diario, igual que una novela, una pintura o una sinfonía, llama, no bien se ha terminado, al receptor. (Quien diga que escribe para sí mismo es un hipócrita o un estulto. El que no quiere ser recordado no escribe, no crea.) Si la intimidad es algo tan justipreciado, ¿por qué exhibirla? A lo mejor del valor que le asignamos a lo privado viene el interés moderno (y contemporáneo) por los diarios. Al menos eso dice Sontag: en el diario de un escritor estamos buscando el testimonio del sufrimiento que es la vida.
Tengo otra idea. Marx, Niezstche y Freud -los primeros modernos- creyeron ver pistas en su sociedad de que lo que se les presentaba allá afuera como realidad no era tal. Que el mundo al que se enfrentaban en la cotidianidad ocultaba tras mamparas un teatro mucho más complejo, desapercibido por los grandes pensadores hasta entonces, que impidió entender el mundo y pensarlo adecuadamente. Sospecharon que la denominada ‘realidad’ era otra estafa, una ficción dañina que ya fuera por la opresión de los proletarios, por la aplanadora racionalista o por la represión del instinto sexual, nos consumía (nos consume) de a poquito. Nos intrigaron, nos volvieron escépticos, nos hicieron dudar. Lo real nunca es lo que parece.
Desde entonces estamos barloventeando. Los cimientos fueron socavados, las teorías se multiplicaron. Marx, al menos en una parte de su diagnóstico, fue profeta: la estabilidad de la sociedad feudal desapareció para dejar un mundo en que la revolución constante es lo que alienta los sistemas humanos. Sempiterno es una palabra violenta en este siglo, condición sine-qua-non de estancamiento, igual a muerte. La tradición de la ruptura, diría Paz. Einstein dijo que el tiempo es relativo y Gödel demostró la necesidad de dar saltos de fe para que el conocimiento avance, en el área que parecía la más estable de todas: las matemáticas. Las mal llamadas ‘ciencias exactas’ le dieron la razón a Sherlock Holmes: siempre queda algo oculto, invisible, que mueve los hilos.
Por eso no se debe confiar en alguien. El que hoy nos ayuda puede estar guardando en secreto su verdadera meta de pisotearnos a la primera oportunidad. La pareja de toda la vida podría resultar no ser quien nosotros juramos. Hay que ir allende de las apariencias para averiguar la verdad. La duda se instaló como lo quería Burroughs: la semilla de un virus que por más que se controle no se desaparece, solo se apacigua algunas temporadas para volver y recordar su presencia.
La Verdad es absolutista. Lo quiere todo, de tajo. La ficción, aunque cínica, en tanto que no oculta su condición de mentira, se edulcora con ello, empieza a dejar de complacer porque en el reino de lo falso el prestidigitador tiene todo a su cargo. Nosotros queremos lo que esconden. En un primer intento de cambio, autores como Fuentes, Rulfo o Garro quisieron escribir imitando algunos procesos caóticos del mundo afuera de su escritorio. Hoy la ficción más exitosa empieza a dejar de ser ficción. Ahí está la saga autobiográfica de Karl Ove Knausgård, el cuento Landfill de Joyce Carol Oates y ese nuevo género de literatura del duelo que vive un boom en Latinoamérica: Canción de tumba, de Julián Herbert (México), La luz difícil, de Tomás González (Colombia), Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnet (Colombia), Mi libro enterrado, de Mauro Libertella (Argentina), El olvido que seremos, de Abad Faciolince (Colombia). Hoy el escritor publica sus diarios cuando cumple cincuenta. La literatura ya no imita la realidad, la reproduce.
Los diarios son la última esperanza de conocer al verdadero hombre, de llegar al ser. No se necesita conocer la obra del artista, porque los diarios ya no se leen como un documento póstumo para apasionados de cierto creador, sino como el último bastión donde la ansiedad por la cuerda floja en que vivimos se puede resolver mostrándonos su verdadera cara. Sontag tiene razón en que los diarios nos dejan ver el ego detrás de las máscaras del ego en el trabajo del autor, pero no buscamos eso como una fuente exquisita, bruta, en estado puro, de sufrimiento, sino como su fin. En la sociedad del miedo, donde la incertidumbre marca el ritmo, queremos conocernos viendo al otro en su forma más primitiva.