En su libro La conquista de América, Tzvetan Todorov argumenta que, durante dicho proceso histórico, los europeos llegaron a América buscando a los otros, los desconocidos, pero acabaron encontrándose a ellos mismos. Asimismo, las sociedades mesoamericanas se enfrentaron a ellas mismas cuando los foráneos llegaron a sus dominios.
Uno de sus ejemplos clave es la forma en que los mexicas concebían el tiempo. De acuerdo con la idea de Todorov, la razón principal por la que Tenochtitlán cae no es la superioridad tecnológica de los recién llegados, sino algo mucho más sutil: la concepción del tiempo. Mientras que para los europeos el tiempo es lineal, es decir, lo que sucederá hoy no ha sucedido ayer, y lo que vendrá el próximo año no lo hemos visto antes, para los mexicas el tiempo es cíclico; en otras palabras, lo que sucederá mañana ya sucedió en algún ayer, y lo que vendrá el próximo año ya lo hemos visto antes.
El problema de esta concepción al momento de entrar en guerra es su implicación práctica. Si todo lo que pasa ya ha pasado antes, para saber cómo actuar en la guerra contra los desconocidos hay que consultar al oráculo, para saber cómo se procedió en el pasado en esta circunstancia, y repetir esas acciones. Pero los mexicas nunca se habían enfrentado a soldados a caballo con armas de fuego y protegidos por metales, así que cualquier acción pasada que repitieran estaba condenada al fracaso. La lección es sencilla: la búsqueda del Otro resultó, antes que nada, en el enfrentamiento consigo mismo.
La idea de Todorov es revolucionaria: interpretar uno de los sucesos más importantes en la historia de la humanidad como una muestra de nuestra incapacidad para entender la diferencia. En un libro recién publicado, The Naked Neanderthal, el paleoantropólogo Ludovic Slimak argumenta que esta in-capacidad para entender la diferencia probablemente se remonta a hace cuarenta mil años, cuando los Neandertales se extinguieron.
Primero, Slimak desmiente la idea de que nosotros, Homo Sapiens, somos descendientes de los Neandertales. Slimak hace una analogía con los perros y los lobos: los chihuahua y los lobos comparten genes; sin embargo, si hoy desaparecieran todos los lobos de la faz de la tierra, ¿podemos decir que los lobos siguen existiendo, de alguna manera, a través de los chihuahua? O dicho de otra forma, ¿que los chihuahua son descendientes de los lobos? Por supuesto que no. A pesar de sus similitudes, son dos especies distintas, con dos lógicas de existencia diferentes también. Si desaparecen los lobos no podríamos entender cómo fueron a partir de un estudio detallado de los chihuahuas. De forma similar, Homo Sapiens no es un descendiente de los Neandertales, sino que somos una especie distinta de humanidad. Para entender a los Neandertales no basta con estudiarnos a nosotros mismos.
Analizando los restos de fogatas al interior de una cueva al sur de Francia, Slimak y su equipo encontraron evidencia de que Homo Sapiens y los Neandertales se cruzaron justo en el momento en que los Neandertales se extinguieron, y no solo eso, sino que los Sapiens no se mezclaron con los Neandertales durante ese encuentro. Slimak lo plantea en términos muy de ensayo universitario, en
una prosa que a momentos se torna aburrida por su extrema cautela, pero la conclusión es clara: la evidencia -hasta ahora- apunta a que Sapiens exterminó a los Neandertales al llegar a Europa. Estaríamos, entonces, frente al primer caso de colonización sistemática, que involucró desplazamiento, opresión y eliminación de un grupo particular, es decir, el primer genocidio. El primer encuentro con el Otro, con lo diferente, habría terminado en su sujeción y eventual aniquilación.
La historia planteada por los últimos avances en paleoantropología nos obliga a pensar en algo más profundo: esa constante en nuestra historia, id est, nuestra incapacidad para entender, aceptar y coexistir pacíficamente con la diferencia, ¿podemos pensarla como el rasgo esencial de nuestra especia humana?