Libros buenos para deleitarse. Son los más caros: libros de arte, ediciones conmemorativas por aniversario, de papel grueso que deja correr los dedos.

Habría millones de grandes lectores si todos los libros fueran así.

Libros buenos para no leer: los que todo el mundo está elogiando.

Libros buenos para acordarse de estudiar. Como el libro de texto de química que jamás leeremos: su tamaño espanta y cargarlo es incómodo, pero en la incomodidad de su peso está cifrado el recuerdo de todo el conocimiento que se nos escapa.

Libros buenos para oler. Yo prefiero que tengan dos o tres años, leídos una vez, suficientemente viejos para que el lápiz de las anotaciones se mezcle con el sudor dejado por las yemas, pero no tan viejos como para que desaparezca la impronta del descubrimiento de un lector.

Libros buenos para prestar: de los que quieres deshacerte.

Libros buenos para viajar en avión. Depende del viaje. El tamaño debe ser alícuota al tiempo en el aire, para que el aterrizaje sea también la satisfacción de otro libro terminado.

Libros buenos para procrastinar: todos excepto el que tenemos que leer.

Libros buenos para aparentar que lees. Uno los reconoce fácilmente, porque casi todos son enormes, de edición deleznable, letra microscópica, alabados por todos públicamente y secretamente leídos por nadie, pueden ser de ludópatas rusos, damas inglesas o maestros griegos anteriores a Cristo, son nombres que de tanto repetirse amedrentan a los curiosos.

Libros buenos para emocionarnos con el mundo. Normalmente distinguibles en la primera página. Algunos lectores avezados incluso lo saben desde el título, la editorial o el autor. Están llenos de aseveraciones gaznápiras, muestra de que la lengua puede ser prosaica; hacen que el misántropo desee estar en una boda.

Libros buenos para caminar. Leer filosofía mientras esquivas a otros peatones es imposible, pero los poemas se entremezclan con la realidad fugazmente, sin distraernos, y a veces rompen un vaso en la imaginación.

Libros buenos para cuando tienes prisa. Tener prisa es una forma de caminar, así que repito: no filosofía.

Libros buenos para esperar a alguien querido. Si la tarde es alegre, uno que excite los sentidos y reafirme el cariño; si el día es luctuoso, los diarios de un profeta sórdido. Pero a menudo es difícil saber el tono del momento.

Libros buenos para decorar. De pasta dura, gruesos pero no demasiado, letras doradas pequeñas, para que ninguna visita ose leer el título y humillarnos preguntando si ya lo leímos.

Libros buenos para esperar a un impuntual. Libros coyunturales, que permitan mostrarle al desconsiderado, con dos o tres oraciones sobre lo recién aprendido, que nosotros sí aprovechamos el tiempo.

Libros buenos para conquistar. (Hay un pre-requisito: saber qué le gusta a esa persona.) De preferencia viejos, o recién publicados, pero de ninguna manera tan famosos como para correr el riesgo de que ya lo haya leído; y que tenga dos o tres datos fácilmente memorizables, para impresionar.

Libros buenos para tener razones para alejarse de los libros. Por ejemplo: La fenomenología del espíritu.

Libros buenos para evitarse la molestia de leer tanto. Guías rápidas, análisis de textos que nos entregan en minutos lo que le llevo una vida averiguar a otros, resúmenes ilustrados que permiten hablar con la confianza de quien sí leyó.

Libros buenos para regalar. Libros muy pequeños, fáciles, de moda, para encontrar el resumen fácilmente en internet.

Libros buenos hasta para descansar de la lectura. Un libro de fotografías aéreas de la catedral de Puebla, o de animales marinos, que solo nos pide contemplar el espectro de tonalidades que codifica nuestro mundo.

Libros buenos, incluso, para leer. Son pocos, pero existen. Los escribieron solo para nosotros, nos hablan. Libros que se adhieren a los ojos e introducen claves en zonas poco iluminadas, pequeños destellos que alientan a confiar en la espera.

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