Los escritores son personas raras, eso es cosa bien sabida. (Los creadores, en general, podríamos decir.) Sin embargo, hay una especie singularmente excéntrica, la de quienes aspiran a transformar mundos con nuevas configuraciones sintácticas y cortes abruptos de oración que de manera eufemística denominan versos. Aquí hay dos momentos peculiares.

I

Me gustó un poema que leí en Estados Unidos y quise publicarlo en la revista en la que trabajaba (una revista universitaria; pequeña, también). La poeta, antes de cualquier agradecimiento, me preguntó cuánto pagaría la revista y cuánto le tocaría a ella (babieco mexicano, que cree que uno escribe para alimentar el alma, y cándida gringa, que cree que en México se paga por un poema).

La convenció el argumento de que la revista universitaria difundía de forma gratuita, sin fines de lucro. Ella acababa de publicar en Poetry y estaba por salir su primer libro. Su respuesta sonaba muy alegre cuando salió impreso. Unos meses después logré colar el poema en otra revista latinoamericana, y cuando le conté su agradecimiento pareció llegar por compromiso. A los pocos días me escribió para pedirme que no publicara el poema en otro lugar, y dijo que había retirado el libro que tenía en puerta. El poema no volvió a salir.

Al año siguiente me escribió con una nueva petición: retirar el poema de todas las publicaciones donde aparecía (que solo eran dos). Su deseo estaba parcialmente cumplido: una de las revistas había desaparecido, su archivo era inencontrable en la web. El asunto era la otra, en donde yo ya no trabajaba. Ofrecí escribirle al nuevo director, sin garantías. Como era de esperarse, el editor ni siquiera me respondió. Se lo dije y sus mensajes se volvieron insistentes, diarios. Revisé el poema -que no había leído desde que publiqué- buscando sin éxito algo comprometedor que hiciera imprescindible ocultarlo.

Unos días me escribía agresiva, otros amable. En el culmen de su desesperación me dijo que nadie le daba trabajo por ese poema, y me decía que, si yo le hacía ese enorme favor, me estaría “inmensamente, inmensamente [lo repetía con énfasis] agradecida”. Jamás había escuchado que los corporativos tuvieran a un empleado en recursos humanos dedicado a leer los poemas de los potenciales trabajadores para decidir a quién contratar, pero me encantó la idea de que la poesía tuviera tanto poder y volví a buscar al editor, quien me dejó claro que no bajaría todo un número de la revista por catorce versos inofensivos.

Me siguió escribiendo diario, sin importar cuantas veces le expliqué que no estaba en mis manos, y que de cualquier forma no había mucho para preocuparse, porque el sitio de la revista apenas tenía unas decenas de lectores mensuales, prácticamente todos de México, y prácticamente ninguno interesado en leer poesía. Las peticiones sobre el poema se tornaron gradualmente en peticiones de llamadas, que solicitaban con urgencia un número telefónico. El último mensaje que recibí decía “necesito hablar”. Por azares de internet me enteré que hace poco consiguió trabajo como profesora de escritura creativa en una universidad. Me pregunto si en su currículum habrá enlistado la traducción del poema.

II

Busqué a M. para entrevistarlo. Primero vino un correo con una sola palabra: ok. Luego, horas más tarde, otro, que parecía escrito por una persona distinta, en el que me hablaba de ‘querido’, se decía encantado de atenderme y me pedía un número para ponernos de acuerdo. Considerando su edad -y mi interés en la entrevista- se lo di.

Conocí la obra de M. por esa costumbre de ir a una librería para encontrar qué comprar, quedarme en los estantes durante horas averiguando quién es el autor de un libro cuyo título llama mi atención. La contraportada de su Poesía completa tenía citas de personalidades del mundo literario, pero su libro lo encontré arrumbado en las hileras del fondo del estante, con las páginas amarillas por el uso del tiempo, a pesar de que jamás lo habían abierto.

Estaba muy nervioso cuando me marcó. M. interrogaba con una lucidez inaudita para alguien con más de noventa años y mentí para no parecer el inexperimentado joven de dieciocho que era. Pidió mi dirección para enviarme sus dos últimos libros, preguntó por mis intereses en la vida y me invitó a comer. Antes de colgar, hablando de la entrevista, dijo que podía hacerle todas las preguntas que quisiera, pero que de una vez me lo advertía, él iba a decirme “toda la verdad”.

Las circunstancias no se prestaban para aceptar la invitación a comer y acordamos hablar por correo. Al primer mail con las preguntas respondió una semana después: “Recuerdo vagamente que ya te respondí”. Le dije que no había recibido sus respuestas. Al día siguiente recibí un correo de otra dirección, reclamándome por no considerar en mis preguntas lo mucho que tuvo que gastar en la hospitalización de uno de sus hijos. El autor del correo, desconocido para mí, tiene una entrada en Wikipedia y poemas publicados en Poetry.

Le escribí a M. para preguntarle si había revisado las preguntas. Me respondió que sus dos nuevos libros ya iban en camino a mi casa, y que podríamos vernos para platicar con una carne asada cuando los hubiera leído. Recibí los poemarios, pero preferí continuar por correo. Le mandé algunas preguntas extra sobre esos libros y luego de unas semanas volví a presionarlo: “En 1949 JL se ofreció a publicar mi primer poemario y lo rechacé porque no me gustaba el formato. No creo en la vida después de la vida y me entretengo viviendo. Para cuando cumplí siete años ya sabía todo lo que tú sabes”. No sé si estaba ensayando un nuevo poema, pero a veces pienso en qué otras verdades me habría revelado mientras asaba la carne.

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