La divulgación científica es crucial para la humanidad. Los triunfos del conocimiento carecen de sentido si no se transmiten, porque los individuos no pueden hacer uso de herramientas de las que no tienen noticia. Incluso cuando el descubrimiento es tan abstracto que no puede explicarse sin complicaciones al mortal de a pie, son importantes los esfuerzos por ampliar el círculo de ilustrados. Muchos avances matemáticos que antes parecían inútiles hoy son el fundamento de las computadoras y la incipiente teoría de la información.
El hecho es bien entendido en ciertas áreas. En librerías uno encuentra tabiques accesibles sobre la teoría de la relatividad, el proceso digestivo, las conexiones neuronales y la reproducción de las plantas. En Estados Unidos e Inglaterra hay revistas especializadas en divulgación (Scientific American y The New Scientist) de lo que en inglés se denomina STEM: la aglomeración de matemáticas, física, biología, medicina e ingenierías. Hay muchas personas formadas en esas disciplinas que dedican su vida a diseminar los resultados de la investigación, y es común que los científicos líderes se tomen el tiempo de escribir libros memorables para difundir sus descubrimientos.
No sucede lo mismo en la economía. Las publicaciones periódicas especializadas, como The Economist y The Wall Street Journal -en EU e Inglaterra- o El Economista y El Financiero -en México- están dedicadas a comentar la economía, no a divulgar los resultados de la investigación económica. Asumen que sus lectores poseen los cimientos teóricos para entender la economía, jamás los explican. Entre sus filas de comentaristas los economistas son la excepción, no la regla. Abundan los periodistas todólogos que no entienden la diferencia entre devaluación y depreciación, y los columnistas que creen que política, derecho y economía son sinónimos. Los libros que se venden, cuando no repiten la palabra neoliberalismo para enunciar todo lo que desconoce su autor, se enfocan en recuentos políticos de recesiones o diagnósticos sobre la coyuntura. Por supuesto que los economistas tienen la culpa.
Enfrascados en la soberbia, consideran que las publicaciones arbitradas son las únicas dignas de atención y se desentienden de la sociedad. Ignoran que sus resultados son irrelevantes si solo se escuchan entre ellos.
Uno de los pocos datos sobre la brecha epistemológica entre el conocimiento de los economistas y el del público general acaba de salir, y confirma la necesidad de divulgación económica. En septiembre de 2019, la multinacional de servicios financieros y bancarios, ING, junto con la iniciativa británica para mejorar la educación económica, Economics Network, encuestó a una muestra representativa de la población inglesa para evaluar el entendimiento de la economía en la sociedad. La encuesta incluye preguntas sobre la percepción de los ingleses, y otras sobre conceptos económicos básicos puestos en práctica. Los resultados son preocupantes.
El 40 por ciento de los entrevistados siente que se está volviendo más difícil entender la economía del mundo, y en particular adquirir el conocimiento económico necesario para tomar decisiones en una elección. Otro 15 por ciento asegura no saber de asuntos económicos, ni siquiera como para decir si piensa que es complicado, simplemente saben nada del tema.
Significa que al menos 55 por ciento de las personas (la mayoría) se perciben a sí mismas como carentes de información necesaria para elegir a sus gobernantes. Ahora consideremos que hay incentivos para mentir, diciendo que sí se comprende la economía, pues a nadie le gusta admitirse ignorante, así que es razonable suponer que el número real de ciudadanos que no entienden de materia económica es más alto.
Cuando la mayoría siente que no sabe lo suficiente, es sensato esperar que deseen aprender de aquello que desconocen. Empero, el 55 por ciento de los encuestados no quiere saber más de economía. Desafortunadamente, el reporte no dice qué proporción de los que se sienten ignorantes también carece de interés por aprender, pero una cosa es segura: por lo menos 10 por ciento de las personas no sienten que saben y tampoco están interesadas en cambiarlo. Ni sé ni me importa, pudiera ser su mantra.
Para contextualizar políticamente las respuestas, se les preguntó su postura frente al Brexit. Cerca del 75 por ciento de quienes propugnan que el Reino Unido salga de la Unión Europea no tienen interés en saber más de economía, frente al casi 60 por ciento de los que prefieren permanecer en la Unión y sí quieren aprender para decidir mejor.
Los resultados también están desglosados por edad. Los británicos que menos quieren inmiscuirse en temas económicos son los que tienen entre 50 y 64 años y los mayores a 65 (57% y 61%, respectivamente). Sin embargo, no se debe saltar a conclusiones apresuradas. No necesariamente tener 60 o querer salirse de la Unión Europea provoca que se odie la economía. Es más probable que algún factor asociado a la vez a la postura política y a las ideas económicas esté detrás de la correlación. Por ejemplo, es probable que un trabajador de clase baja se moleste porque en la tienda de la esquina los empleados no hablan bien inglés, y en su lista de pasatiempos seguramente no figura leer, ya no digamos aprender qué es la deflación. Por otro lado, es menos probable que un adulto mayor tenga disposición para cambiar las ideas que durante décadas se ha formado del mundo.
Hasta aquí todo es sobre percepciones: lo que las personas creen y sienten. Las percepciones yerran a menudo y esta no tendría porqué ser la excepción. Los ciudadanos podrían creer que no saben de economía, pero en realidad saber mucho. Al final, luego de lidiar cotidianamente con la inflación, el comercio, los salarios y los efectos de las acciones gubernamentales durante muchos años, algo deberían saber de economía, ¿no?
Los resultados indican claramente que no. Cuando se les hicieron preguntas básicas sobre el efecto de la inflación en los salarios, las formas de restringir el comercio y finanzas públicas, ni siquiera la mitad de los encuestados pudo responder correctamente. Otra vez, no sabemos si los mismos que sienten que no saben son los que contestaron mal, pero lo importante es que tratar con algo de primera mano no garantiza que se entienda. Manejar todos los días jamás incrementará el conocimiento que tenemos del motor del coche. Para ser capaz de arreglarlo habría que estudiar mecánica. Lo mismo con la economía: tener un negocio, administrar la nómina o leer la opiniología de los medios no incrementa el conocimiento económico.
Parece que no querer saber de economía tiene que ver con la mala imagen de sus expertos. Casi una cuarta parte de los británicos que quieren permanecer en la Unión Europea no confía en los economistas, y la cifra se convierte en más de la mitad entre aquellos que quieren salirse. La desconfianza no es azarosa. El 69 por ciento de los que optaron por dejar la Unión Europea no cree que los economistas basan sus opiniones en datos verificables. Yo tampoco confiaría en alguien que decidirá el rumbo del país usando como criterio sus preferencias. Pero la economía surge como un intento por mejorar el bienestar de las sociedades humanas, alejándose de las emociones y debates ideológicos para considerar los hechos -y solo los hechos- en la toma de decisiones. Y lo ha logrado: los economistas construyen modelos en lenguaje matemático cuya precisión después evalúan con los datos disponibles. Sin embargo, poco importa lo que hagan los economistas si sus aportaciones son ignoradas por la sociedad, y para ser escuchados tienen que empezar por ganarse la confianza de los peatones, pero para volvernos amigo de alguien primero tenemos que acercarnos.
Algunos sectores del gremio se están dando cuenta del problema y comienzan a actuar. La iniciativa Economics Network en Gran Bretaña es una muestra. En Estados Unidos, el centro Mercatus, de la Universidad George Mason, ha creado un programa de fellows -seleccionados entre estudiantes de posgrado de las mejores universidades del mundo- para promover la divulgación de las ideas económicas. La Universidad de Brístol anunció hace unos días el primer puesto de profesor en el Reino Unido que tendrá como objetivo contribuir al entendimiento público de la economía.
Es solo el comienzo. Un buen paso sería fundar una publicación periódica exclusivamente dedicada a la divulgación. La revista ayudaría al lector a distinguir entre economía y la pseudoeconomía, tan practicada hoy en nuestros periódicos. Las universidades deben incentivar que los profesores de economía dediquen más tiempo a difundir los resultados de sus investigaciones. Se podría, incluso, crear una clase para enseñar cómo hacer divulgación económica. Igual que en cualquier otra ciencia, los economistas son tan responsables de expandir el conocimiento como de compartirlo.