Desde hace unos meses, los itamitas han mostrado que varias cosas no están bien adentro del instituto. Hace poco más de un año, Isaac Katz -probablemente el profesor de economía más tristemente célebre del -, publicó un comentario -alarmante por misógino- en el que aseguraba que “si es la neta” [sic], haciendo referencia al titular de un periódico, en el que se aseguraba que la voz de la mujer provoca c ansancio en el cerebro de los varones. La respuesta del ITAM fue decepcionante: apenas un escueto comunicado en redes sociales diciendo que no suscribían el comentario. Nada sobre sanciones, nada -siquiera- sobre capacitación para alguien que está a cargo de la educación de jóvenes y promueve el machismo . Isaac borró el comentario y siguió haciendo uso de su Twitter para mofarse de alumnos que no entienden ciertos temas de su materia o reprueban, todos comentarios que reflejan la actitud que lo ha hecho famoso, pero sobre todo, temido. (Claro que ha eliminado la mayoría luego de las críticas, pero la evidencia aún la pueden encontrar en los comentarios a sus publicaciones en la red social.)

A mediados del semestre pasado los reclamos volvieron a cobrar fuerza cuando varias alumnas decidieron denunciar a otros profesores que hacían gala de misoginia en el aula o acosaban estudiantes. La respuesta del ITAM volvió a ser mediocre. Si tener profesores a los que los alumnos les tienen miedo, misóginos y acosadores , no alarma lo suficiente, en lo que va de este semestre 3 estudiantes se han suicidado, y el último ocurrió apenas el miércoles. Sí, el suicidio es una situación muy compleja en la que intervienen factores íntimos. Sin embargo, cuando el fenómeno se vuelve sistemático (ocurre muchas veces, en un mismo ambiente), hay que reconocer que existen factores en la realidad social -que trasciende al individuo- detrás de la muerte de esas personas. Ese es el principio del que partió Durkheim a finales del siglo decimonónico para analizar las causas colectivas del suicidio, y es también el principio de la sociología moderna. Negar que cuando 3 alumnos se suicidan en un semestre -y muchos más padecen trastornos alimenticios, de ansiedad, depresión-, la institución es responsable de no haber generado un ambiente sano para el aprendizaje, es tan absurdo como querer explicar la inseguridad del país hablando del leitmotiv de cada crimen.

Ante el reclamo de los estudiantes, que quieren más atención a la salud mental, hay quienes concluyen que, como las condiciones laborales del mundo postuniversitario son -por mucho- peores a las condiciones estudiantiles, aquellos que no aguanten la hostilidad del ITAM no estarán preparados para lo que viene después. (Cállense, no se quejen.) El argumento es estúpido por miope. Parte del supuesto de que si el mundo es una porquería y te trata mal, la mejor forma de navegarlo es establecer como axioma que nada se puede cambiar. Por ende, la mejor manera de preparar alumnos es tratándolos mal y sometiéndolos al mayor estrés posible (una especie de simulador del mundo exterior), porque así no se sorprenderán cuando enfrenten condiciones laborales deplorables, pero lo más importante, no exigirán lo que les corresponde. La peor versión del mexicano agachado que guarda silencio ante las vejaciones, que se resume en la frase “aguántese, mijo, los niños no lloran”, enseñada por una institución que se jacta de ser crema y nata de la sociedad mexicana. Así, el instituto no solo reproduce lo más deleznable de los traumas históricos mexicanos, sino que falla en su misión universitaria de formar individuos críticos que salen a cambiar al mundo, no a tomarlo como dado.

El año pasado, Opción, la revista del ITAM, propuso un número contra la universidad, en el que someramente abordé todos estos temas, pero hice denuncias muy generales, abstractas. Este texto tiene nombres. Tiene nombres porque las instituciones no son entes abstractos en el cielo que existen de forma independiente. Tiene nombres porque señalar lo intangible es otra forma de no encarar a los culpables. Las instituciones están hechas de las personas que las forman. En una universidad, la relación asimétrica entre profesores y alumnos vuelve a los primeros responsables del ambiente que existe. Si el ambiente es hostil, poco propicio para el proceso de aprendizaje, están los jefes de departamento y los jefes de división para corregir el problema. En el ITAM no lo han hecho. Cuando ellos tampoco responden, el rector es responsable. Aquí hablo de mi experiencia, tan legítima para entender la experiencia en la institución como la de cualquier otro estudiante.

El régimen de terror en el ITAM comienza antes de la primera clase. José Germán Rojas , director de la licenciatura en economía, nos presumía en el día de bienvenida que éramos 400 estudiantes nuevos en la carrera, pero menos de 100 lograríamos acabar, menos aún titularnos. En los primeros días de mi último semestre -ya aceptado en un posgrado en el extranjero-, acudí a su oficina para pedir orientación sobre el proceso de titulación, los trámites a realizar, etcétera. Germán no me orientó sobre los pasos a seguir, solo me dijo: “Pues eso es lo que tú supones, pero qué tal que repruebas una materia, o qué tal que no logras terminar la tesis o no encuentras asesor. Si eso pasa no te vas a poder ir a la maestría”. En estricto sentido es cierto: aún tenía que pasar materias y terminar la tesis, pero su actitud soberbia , sus nulas intenciones de ayudar a un alumno, fueron contundentes. Cosa más preocupante: la actitud de Germán era una más entre tantas de otros profesores durante la carrera, reflejo de un sistema que está mal. (Al margen, para prevenir cualquier ad hominem: terminé ese semestre como lo había planeado y me titulé con los máximos honores que otorga la institución.)

En 2017 estuve inscrito en Economía 4. Es una de las materias en las que todos los salones -sin importar el profesor- hacen el mismo examen. Había cuatro grupos, cada uno más o menos de 50 alumnos. Yo estaba en la clase que impartía el director del departamento de economía, Diego Alejandro Domínguez. El primer examen del semestre lo reprobaron más de dos terceras partes. La calificación máxima apenas rozaba el 80 (en escala de cien). (Hablamos de estudiantes que cursan, por lo menos, cuarto semestre, e inscribirse a la materia requiere haber aprobado las 3 materias introductorias de economía y otras 2 de matemáticas.) En la siguiente clase, el flamante director de departamento llegó, prepotente, a reprendernos por los malos resultados. Hubo una pregunta, en particular, que ninguno de los alumnos de ese grupo había tenido bien. Él gritaba que teníamos la culpa, que no estudiábamos, que parecíamos “niños chiquitos”, que no le importaba reprobar a todos. Ni una pizca de autocrítica. Ni un vago asomo de lo evidente: que si la inmensa mayoría de los alumnos reprueba un examen hecho por el maestro (y que él consideraba “muy sencillo”), el fracaso, completito, es del profesor. Todos, con miedo, nos tragamos el cuento de que era nuestra culpa y agachamos la cabeza. A mí me quedó claro que los doctorados no eliminan la ceguera mental.

La escena se repitió años después, aún peor. La clase era casi de último semestre y la profesora era Karen Fabiola Kaiser . En el examen parcial la máxima calificación apenas llegaba a los 40 puntos (otra vez, de cien). Karen, muy prepotente, nos repitió la perorata del mundo complicado, nos presumió su doctorado de Princeton (que según ella nunca obtendríamos), aseguró que ella no tenía culpa. Pero ahí sí hubo alumnos que levantaron la voz, le dijeron que no creían tener toda la responsabilidad. Karen, rebasada, amenazó con salirse del salón si alguien volvía a insinuar que ella tenía la culpa, y aseguró que tampoco tenía empacho en reprobarnos a todos. En Princeton seguro aprendió muy bien a maximizar funciones de utilidad, pero no adquirió sentido común, una habilidad subestimada estos días.

Empero, quizá la peor experiencia de mi carrera fue en una clase de la maestría en teoría económica del ITAM, impartida por una vaca sagrada, un intocable del departamento, el turco Levent Ulku. No conforme con llamarnos idiotas (sí, literalmente) cuando menos 4 veces por clase, Levent dijo en más de una ocasión ser racista, odiar a los mexicanos, y era palpable el placer que encontraba en humillar alumnos frente a sus compañeros. En clase, por ejemplo, había un alumno que trabajaba y acudía vestido con ropa formal. Levent no se cansaba de decir que lo odiaba -porque odiaba a todos los que trabajan y estudian al mismo tiempo-, y que el empleo de mi compañero era completamente inútil. También había un estudiante venezolano. Un día, llegó Levent a clase y vio un gis azul, grande, en el pizarrón. Lo tomó y lo puso de forma vertical sobre una mesa, donde nos pidió a todos que lo observáramos. Nos preguntó si no parecía un gran falo azul. Se dirigió al venezolano y le dijo, amenazante: “¿te gusta, verdad?”, refiriéndose al gis y lo que según él representaba. Le ordenó tomar el gis y llevárselo a su mesa. Cuando lo hizo, Levent rompió a carcajadas. Yo me volteaba a ver con mi compañera de mesa -también visiblemente nerviosa-, atemorizado, sin saber qué hacer. No satisfecho con la humillación, Levent -sin ningún motivo- le dijo a nuestro compañero que no le importaba en absoluto lo que estaba pasando en Venezuela, que era irrelevante. Estoy seguro de que no es necesario explicar porqué nunca había preguntas en clase, porqué nadie se ofrecía a pasar al frente para resolver un ejercicio, porqué todos íbamos con miedo de ser atacados por el profesor. Levent hoy es el director de la maestría en teoría económica del ITAM, y uno de los profesores más respetados de su centro de investigación.

Claro que estos comportamientos no son exclusivos del departamento de economía . Verónica Elizabeth Rohen , profesora del departamento de estadística, nos prohibía estornudar en clase (sí, estornudar), y amenazaba con reprobar a quien la contagiara de alguna enfermedad con su estornudo. El régimen de terror también incluía la prohibición de los bostezos y llevar reloj -o voltear a ver el que estaba colgado en la pared-, mismo que reforzaba con gritos cada que alguien osaba levantar la mano para pedir que se repitiera una explicación. Otra vez, luego de dos semanas nadie tenía dudas y la clase era una tortura . En mi salón, antes de llegar al examen final casi la mitad de los inscritos habían dado de baja la materia.

En el departamento de estudios generales -el nombre que se le da en el ITAM al departamento de filosofía- María Teresita Pavía ejercía otro tipo de terror. Al menos en el semestre de otoño de 2016, repartía cartulinas en su clase, en las que indicaba lo que -según ella- es lo correcto en la vida. Entre la lista de cosas aceptables estaba casarse y tener hijos, en la sección de lo “incorrecto” enlistaba el aborto y la homosexualidad . Es inaudito que a estas alturas del siglo una institución de educación superior permita que uno de los miembros de su facultad promueva la discriminación.

El problema tampoco se queda en las instancias más bajas. Dos profesoras del instituto (cuya identidad me pidieron mantener en el anonimato, por miedo a represalias), me aseguraron, previo a que escribiera estas líneas, que el vicerrector, Alejandro Hernández Delgado , se vanagloria explícitamente -en eventos de la facultad- del alto índice de reprobados que tiene la materia que él imparte, Economía 5. Por último, llama la atención que muchos de los personajes que he mencionado hayan egresado del ITAM. Recuerdo varios comentarios de profesores exalumnos haciendo alarde de cuánto sufrieron en la licenciatura, ufanos, engreídos . Pareciera que cumplen con una tradición, casi religiosamente.

Mi experiencia en otras universidades durante la licenciatura -y ahora en el posgrado-, confirma que el ambiente propiciado por los profesores en el ITAM no solo es antipedagógico, sino contraproducente. Los alumnos terminan odiando lo que les gustaba, les cuesta más trabajo aprender y no están satisfechos. En el peor de los casos, como los de estos meses, hay suicidios. El contenido de cualquier disciplina ya es en sí mismo bastante complejo como para tener que soportar a un maestro que te humilla.

Mientras las mejores universidades del mundo, como el MIT y Harvard -con las que a menudo los profesores de la institución comparan al ITAM- se vanaglorian de que 98 por ciento de aquellos que ingresan obtienen la licenciatura en 4 años (están orgullosos de ello, lo presumen en sus páginas), las autoridades del ITAM se regocijan con el número de personas que no acreditan sus materias. Profesores que no entienden que no entienden. Que no se dan cuenta de que su labor -una de las más loables en la sociedad- es transmitir el conocimiento, y la pasión por ese conocimiento. Que su meta es ayudar a jóvenes a entender lo que aparenta ser complicado, animarlos a ir más allá, y que si no lo logran, tristemente, los fracasados son ellos (además de haber causado un daño a la sociedad, a través de esos alumnos que, desilusionados, se alejarán del mundo del saber).

Yo no reclamé como debí cuando estudiaba en el ITAM, y me arrepiento. Por eso he escrito. Sé que desde adentro hay miedo a represalias, que no es fácil denunciar algo cuando es lo único que conoces, cuando tienes 20 años y te han vendido la idea hasta la médula de que esa es la forma de aprender. Ahora veo que los estudiantes convocan a paro y me entusiasmo. Pero cuidado, que no les den atole con el dedo. Salen mañana a presentarles a su psicólogo de planta y todos se callan y vuelven a clases. Nada cambia. La vida de siempre. Los recursos de última instancia (como la línea telefónica, el psicólogo) son condiciones necesarias, no suficientes. Se trata de que los alumnos se sientan apoyados por la comunidad universitaria en el día a día, para que disminuyan los pensamientos suicidas, los casos de ansiedad, de estrés, de depresión, de desórdenes alimenticios, de consumo de drogas para mejorar el desempeño, de insatisfacción con la experiencia en el ITAM; no de intentar solucionar los problemas cuando ya están en fases avanzadas.

Es hora de que el rector del ITAM, Arturo Fernández, deje la burbuja de cristal en la que vive fumando puros y viendo las jardineras. Ya es hora de que salga a darle la cara a sus estudiantes, a los que se debe. El viernes salió a escucharlos, a decir que le importan sus alumnos, que su puerta siempre está abierta (a mí nunca me contestó el único mail que le escribí en mi paso por el ITAM). No es suficiente, los cambios son nulos. Arturo, como colega economista, sabe que los cambios sustanciales -como los que se necesitan ahora-, requieren de cambios en la política institucional. Sabe (o debería saber) que mejorar el ambiente cotidiano exige cambios en los incentivos, no el mal chiste de un comunicado en Twitter. Él es, en última instancia, responsable de haber dejado crecer este problema durante más de 25 años al frente del instituto. ¿Abrirá investigaciones sobre los profesores que acosan, humillan, vejan a sus estudiantes? ¿Cuáles serán los castigos? Ojalá que le llenen la agenda al rector estas vacaciones…

Economista ITAM

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