Una de las preguntas fundamentales para los economistas (muchos dirán que la más importante), es cómo mejorar –de forma permanente– las condiciones de vida de las personas menos favorecidas. Esto implica preguntarse cómo incrementar la producción de los países con índices de pobreza altos . Si incrementa el PIB de una sociedad, sus habitantes gozarán, en promedio, poder consumir más, y eso significa comida, mejores viviendas, lujos (a menos, claro, que regalen toda la producción o la tiren por la borda, pero asumimos que eso es casi imposible).
Dado que el más alto del salón solo se distingue junto a sus compañeros, la pregunta se traduce en cómo lograr que el PIB per cápita de países como México converja al del Reino Unido, por ejemplo. (Esto implica una doble convergencia: en términos de tasa y de nivel. Queremos que el mexicano promedio tenga la misma calidad de vida que un inglés promedio, y para eso se requiere que la tasa de crecimiento de la economía mexicana sea superior a la inglesa, hasta que la alcance, y que luego se estabilice para crecer al mismo ritmo que ella).
La pregunta reviste el mismo interés entre macro y microeconomistas. En los cincuentas, Robert Solow desarrolló un modelo que explica el crecimiento económico con la calidad de la tecnología que se usa para transformar capital físico y humano en productos y servicios. La productividad como determinante del bienestar. Su aporte, además de hacerle acreedor, en gran medida, al premio Nobel en 1987, se sigue enseñando en las clases avanzadas de macroeconomía como punto de partida para los últimos modelos.
El argumento de Solow es fuerte: tener más servicios y bienes supone que podamos hacer más con los mismos insumos, que haya avances tecnológicos. Si queremos que un país mejore un buen punto de partida será mejorar su tecnología. Pero el concepto sigue siendo impreciso, ¿de dónde vienen los avances tecnológicos? Solow no se aventuró a responder, y los microeconomistas han asumido la tarea.
Aunque los determinantes del crecimiento económico no son claros y sencillos, un factor se presenta obvio: el conocimiento. Ya sea la poesía de Enrique Lihn, la medicina contra el sida o una nueva máquina para producir zapatos, toda mejora tecnológica tiene como precondición que el conocimiento humano dé un paso (o un salto). No habría coches o laptops sin personas que se dedican a entender el mundo que los rodea. Y como el conocimiento se transmite a través de los sistemas educativos, una explicación –al menos parcial– del crecimiento de los países se debe encontrar en la calidad de su educación .
La idea es diáfana, pero no así demostrarla. Muchos economistas han dedicado su carrera a ello. En el mundo ideal tendríamos una medida precisa de la calidad del sistema educativo de cada país (o incluso de cada escuela, si somos hipersoñadores), y de cualquier otro factor que afecte el conocimiento y el crecimiento económico. Como el señor sempiterno nos expulsó del paraíso, tenemos que conformarnos con aproximaciones. Una de las mejores –hasta ahora– es la que publicaron en 2012 Eric Hanushek y Ludger Woessmann , economistas de la Hoover Institution y la Universidad de Munich, respectivamente.
Entre 1964 y 2003, jóvenes de 15 años de 50 países hicieron un examen de ciencia, matemáticas y lectura, en el que los gobiernos, voluntariamente, accedieron a participar para evaluar el aprendizaje de sus estudiantes. Hanushek y Woessmann usaron los resultados como medida del conocimiento de los trabajadores de cada país para estudiar el efecto de tener mano de obra más preparada en el crecimiento económico, en el periodo que va de 1960 al 2000. En otras palabras, asumieron que aquellos estudiantes que tienen mejores calificaciones en los exámenes se convierten también en mejores empleados, y por lo tanto impulsan el crecimiento económico.
Luego de tomar en cuenta otros factores que podrían ser causa a la vez de un mejor desempeño en el examen y mayor crecimiento económico (como factores culturales, instituciones, nivel inicial de riqueza, salario de los profesores, proporción de escuelas privatizadas en el país, autonomía de las escuelas, exámenes generales al salir de la preparatoria), su análisis econométrico estima que si las calificaciones promedio de los estudiantes de un país aumentan en una desviación estándar, el crecimiento anual del PIB per cápita aumentaría en dos puntos porcentuales. Para entender lo que significa una desviación estándar se necesita contexto. La diferencia en calificación entre México –cuyos resultados en exámenes son los peores de la OCDE– y el resto de los países miembros, es una desviación estándar. EU se encuentra a 0.4 desviaciones estándar de los líderes. Entonces, si los estudiantes mexicanos incrementan sus calificaciones en una desviación estándar, estarán compitiendo con las potencias mundiales en educación, y como una buena educación se transforma en crecimiento económico, las condiciones de vida en el país estarían rumbo a la mejoría.
Por supuesto que estos cambios son lentos, e incluso con buenas políticas públicas es cándido creer que solo con mejoras educativas se solucionarán los problemas del país. Sin embargo, la investigación de Hanushek y Woessmann muestra que los gobiernos deben apuntar a políticas educativas que hagan que los estudiantes aprendan más. Varios economistas habían intentado estudiar el efecto del conocimiento en el desempeño económico usando el nivel de escolaridad como medida, y no encontraron resultados significativos. Hanushek y Woessmann no solo dieron evidencia contundente sobre la importancia de la educación en el desarrollo de una sociedad, sino que mostraron que ir a la escuela no es equivalente a aprender. Se debe poner menos énfasis en inscribir nuevos alumnos y más atención a lo que ocurre dentro del aula. La evidencia sugiere que el dicho es cierto: calidad antes que cantidad…