Todos y todas tenemos la más amplia prerrogativa ciudadana de manifestarnos públicamente. Mientras lo hagamos por la vía pacífica y respetuosamente, podemos hacerlo para enarbolar toda suerte de demandas, consignas, sueños y aspiraciones.
Inclusive es un deber. Callar frente a aquello que nos indigna o lesiona es una omisión indebida que no se compagina con la clase de sociedad que somos y que queremos ser o dejarles a las futuras generaciones.
En este régimen mexicano de libertades, garantizadas en nuestra Constitución, el domingo pasado se llevaron marchas multitudinarias en la Ciudad de México, en más de 60 ciudades en México y en 4 países en el extranjero, manifestando su apoyo al Instituto Nacional Electoral (INE) y a la democracia mexicana.
No fue una marcha contra nadie ni contra nada. Fue en defensa de una institución entrañable para la ciudadanía —es su institución— e indispensable para la fibra misma de la República y la resiliencia de nuestra democracia. Es un órgano autónomo e independiente con funciones centrales para garantizar la paz pública y social en los procesos electorales correctamente y legalmente preparados, desarrollados y calificados, como los nuestros desde 1990, para una ciudadanía cada vez más informada y demandante.
Ese abigarrado conjunto de visiones y esperanzas es el verdadero guardián de las elecciones del que hablan Pegoraro, Pavani y Ragone en su libro homónimo de 2015. Afirman que el estudio del control sobre los procedimientos electorales adquiere un importante relieve práctico, además de teórico, porque el control neutral de los resultados electorales representa un factor esencial para la legitimación democrática de los gobiernos y de las mayorías parlamentarias.
El INE es, además, un órgano garante de derechos fundamentales políticos y electorales de las y los mexicanos. Me refiero no solo a los que podríamos llamar “tradicionales” como el derecho a votar, a ser votada y votado; a asociarse para fines políticos; a conformar partidos políticos y a militar en ellos o a conformar la autoridad electoral. En ese listado hay que incluir también al derecho a la identidad y a la identificación, el derecho a observar las elecciones, el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia política, el derecho a la paridad en la postulación a puestos de elección popular y en la conformación paritaria de los órganos colegiados de representación política.
Del mismo modo, al derecho a votar anticipadamente desde sus domicilios cuando se trata de personas con discapacidad; el derecho a votar en prisión si se cuenta aún con sentencia ejecutoriada y el derecho a votar de manera electrónica desde territorio nacional y no solo desde el exterior. Finalmente, el derecho a un padrón electoral auténtico en manos de una autoridad que goza de la confianza y aprobación ciudadana y, naturalmente, el derecho a la integridad electoral.
Visto así, el INE inclusive quizá podría encajar en la novedosa taxonomía de Mark Tushnet, que en su reciente libro “El Nuevo Cuarto Poder: Instituciones para la Protección de la Democracia Constitucional” (2021) alega que los órganos autónomos modernos tienen una misión ulterior, profunda y central: dar soporte y proteger el sistema democrático entero. Inclusive los denomina garantes de la gobernabilidad democrática y de la viabilidad y resiliencia políticas y jurídicas de nuestras repúblicas constitucionales. Los llama también instituciones protectoras de la democracia.
En todo caso, no queda duda alguna que el conjunto social mexicano pondera de manera positiva la labor de una institución que, además, cuenta con funciones arbitrales y deberes específicos frente a la Constitución, a la normativa internacional de los derechos humanos y al sistema político en su conjunto, que revisten de legitimidad social a los gobiernos y a sus representantes.
Gestionar un sistema electoral tan complejo como el nuestro, consolidarlo y fortalecerlo no es un trabajo sencillo; aseguro, sin embargo, que es apasionante. Es un reto que generaciones enteras de mexicanas y mexicanos hemos ido encarando y resolviendo por décadas, a través de sucesivas reformas, en un círculo virtuoso de mejora continua, al servicio de un país que merece siempre nuestro mejor esfuerzo.
Que no quede duda: nuestras elecciones se tornaron creíbles y sus resultados aceptables cuando la ciudadanía presenció un cambio de paradigma: del control del gobierno a la gestión técnica, especializada, profesional, permanente y, sobre todo, ciudadanizada. Nuestro INE sirve con denuedo a la ley y a la sociedad; con imparcialidad y objetividad; con responsabilidad y seriedad. Sobre todo, con sentido de República y lealtad democrática.
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