Millones de personas en el mundo entero respiramos con mayor tranquilidad luego de que el pasado siete de noviembre, tras cuatro días de suspenso hitchkokiano , la cadena de televisión estadounidense, CNN , diera a conocer su proyección electoral que daba como ganador de la presidencia de los EEUU al demócrata Joe Biden. Con independencia de líneas ideológicas, alegrarse por la derrota de Trump es natural para quienes tienen un mínimo de empatía, de respeto por los demás, de civilidad política y de aprecio por la verdad. Pero la pesadilla de ver en la oficina más poderosa del mundo a un hombre que representa la encarnación de la mentira, la manipulación, la agresividad, la intimidación y el blofeo, aún no ha terminado.
Entre el 15 de noviembre y el 21 de diciembre de 1864, durante la guerra civil estadounidense, el General William Sherman encabezó una marcha de más de 60,000 hombres a lo largo de 458 kilómetros, desde Atlanta hasta la ciudad portuaria de Savannah, Georgia. A lo largo de su trayectoria, los soldados encabezados por Sherman, arrasaron con todo lo que estaba a su paso, quemaron edificios, lastimaron el campo, destrozaron la industria, interrumpieron la economía y dañaron kilómetros de vías del tren.
A esta campaña militar se le conoció como “la marcha de Sherman hacia el mar” y es quizás el mejor ejemplo en la historia estadounidense de la política de “tierra quemada”, una táctica que busca generar la mayor destrucción posible de modo que los recursos se vuelvan inutilizables para el adversario. En sentido figurado, esta expresión se refiere a la actitud de una persona que, ante la inminente victoria de su adversario, destroza el lugar que este último está a punto de tomar para minimizar sus ganancias y obstaculizar cualquier progreso posterior. Preocupantemente, Trump en su retirada de la Casa Blanca comienza a seguir una política de “tierra quemada”.
Todo parece indicar que a lo largo de las poco más de once largas semanas que transcurrirán entre el tres de noviembre, día en que se llevó a cabo la elección, y el veinte de enero, día de la ceremonia de inauguración del futuro gobierno, Trump está dispuesto a incendiarlo todo. Enfrascado en la negación de su derrota, el magnate con sus infundadas acusaciones no cambiará el resultado electoral pero sí complicará la transición. De entrada, Trump ha rechazado que Biden reciba información de inteligencia, y Emily Murphy, la Administradora de Servicios Generales del gobierno estadounidense, se ha negado a firmar una carta que iniciaría formalmente el proceso de transición y con ello liberaría los recursos financieros destinados para la misma. Adicionalmente, el mensaje del fraude electoral, reiterado desde la Casa Blanca, y aceptado por el campo trumpista, cuestiona la legitimidad del triunfo demócrata, lastima la democracia y divide a la ya de por sí galvanizada población estadounidense, impidiendo lograr la reconciliación nacional prometida por Joe Biden.
El periódico Los Ángeles Times especula que en virtud de que el presidente de los Estados Unidos cuenta con todos los poderes ejecutivos hasta la investidura de su sucesor, más allá del sabotaje de la transición y de la retórica divisionista antes de abandonar el poder, Trump podría emitir decretos presidenciales que busquen animar a su base política con miras a una carrera por la Casa Blanca en 2024 o a beneficiarse de un continuo apoyo para su proyecto de crear una cadena televisiva.
De tomar esta vía, Trump podría generar enormes problemas principalmente en la agenda nacional estadounidense, pero también en la agenda regional y global, con decisiones presidenciales en temas tan delicados como migración, asilo, la retirada de tropas militares de Irak y Afganistán, la liberación de información sobre las investigaciones respecto al presunto involucramiento ruso en las elecciones estadounidenses de 2016, y la relación con China, entre otros. Las cancillerías del mundo lo saben y trabajan sobre cuales serían sus respuestas a estos escenarios.
Es cierto que los más de 70 millones de votos que obtuvo Trump en la elección mandan un inequívoco mensaje de que su triunfo en 2016 no fue un accidente, de que hay dos realidades que conviven en el mismo territorio, y que ambas tienen que ser entendidas y atendidas. Pero también es cierto que no se ha presentado, hasta el momento de escribir este artículo, ninguna evidencia de fraude en las elecciones del pasado 3 de noviembre que haya ameritado que un juez estatal decida iniciar un juicio electoral. La voluntad popular, con una tasa de participación histórica, le negó un segundo mandato a Trump, sin embargo el mundo será testigo de semanas de una transición áspera y caótica, que habrá de imponer presión sobre la democracia estadounidense.
¿Hasta dónde llegará el daño de una política de “tierra quemada” producto del egocentrismo trumpiano? Estamos por averiguarlo.