Los resultados del pasado domingo en la primera vuelta de la elección presidencial colombiana refuerzan la tendencia que se observa en otras democracias del mundo: un hartazgo ciudadano de los partidos políticos tradicionales y de la sempiterna corrupción. En las elecciones democráticas de años recientes se ha vuelto costumbre escuchar: “Por primera vez en la historia del país gobernará…” seguido del nombre de una ideología o partido político que no había gobernado el país o del nombre de una persona que había estado alejada de la política.

En Estados Unidos fue la elección de Trump, en Francia la casi desaparición electoral de los partidos tradicionales (Los Republicanos y el Partido Socialista) y el surgimiento de La République en Marche, un movimiento encabezado por Macron que rompió con las inercias políticas, en Chile fue el triunfo de la izquierda con Gabriel Boric y en México el de Morena con López Obrador.

La sed de cambio de los colombianos es evidente. Un ex guerrillero y un millonario populista se disputarán la presidencia de Colombia el próximo 19 de junio.

Gustavo Petro, ex guerrillero marxista convertido a la social democracia obtuvo 40% de los votos el pasado domingo y de convertirse en presidente en la segunda vuelta, el próximo 19 de junio, será el primer mandatario de izquierda que tenga Colombia, un país que ha estado gobernado por diversas encarnaciones de la derecha desde hace casi un siglo. Su adversario, Rodolfo Hernández, un provocador populista de derecha que la prensa colombiana compara con Trump obtuvo 28% de los votos en la primera vuelta, un resultado suficiente como para amenazar lo que se pensaba sería un cómodo triunfo de Petro. El resultado de esta primera vuelta electoral asesta un golpe político al uribismo que parecía ubicuo en la vida política del país sudamericano.

América Latina quiere un cambio y no es difícil saber qué le duele al continente. Más allá de las particularidades de cada país, todos padecen en mayor o menor medida una lacerante desigualdad social acompañada de magro crecimiento económico y de la corrupción de sus gobernantes, el cóctel es la preparación perfecta para que la población quiera embriagarse de populismo. De izquierda o de derecha, los populistas presentan soluciones fáciles a problemas complejos. La población espera que el cambio por sí mismo traiga resultados y como los ciudadanos ya están cansados de promesas no cumplidas, quien enarbole estas causas sin haber nunca ejercido el poder tiene más posibilidades de convencer al electorado sin importar cuáles sean las soluciones que proponga.

Se equivocan los opositores de los gobernantes populistas, de izquierda o de derecha, al no querer entender que el diagnóstico de este tipo de políticos suele ser correcto, prueba de ello son sus triunfos electorales. Las dislocaciones económicas que ha generado la globalización y la pésima distribución de los beneficios de la misma han llevado a que existan países ricos llenos de gente pobre, y la distancia entre la realidad de las mayorías y las políticas públicas implementadas se ha vuelto inmensa. Quién a estas alturas no haya aún entendido que el triunfo electoral de los populistas no se debe al voto de millones de “pendejos”, sino a millones de personas hartas de un sistema injusto e ineficiente, no ha entendido nada.

La oposición a los líderes populistas debe comenzar por hacer un diagnóstico implacable sobre el fracaso de los partidos políticos tradicionales, que han sido omisos ante la casi nula movilidad social y la escasez de oportunidades para quienes buscan una vida de trabajo digno. Debe también reconocerse la responsabilidad partidista respecto a los incontables escándalos de corrupción gubernamental. Durante demasiado tiempo los partidos han creído que la vida política debía girar en torno a las elecciones, abarrotar mítines políticos y distribuir dádivas durante los periodos electorales. Este es un síntoma de una visión brutalmente errónea de la democracia que no es sostenible. El acento debe ser puesto sobre las acciones y no sobre las elecciones.

Si bien el diagnóstico de los populistas suele ser correcto, eso no implica que sus simplistas soluciones lo sean. Por el contrario, este tipo de respuestas sin fundamento, ni apego a la ciencia, ni a la vida democrática de un país, seguramente traerán consigo un deterioro aún más profundo de las condiciones de vida de la sociedad por lo que urge encontrar una vacuna contra el populismo. Dicha vacuna deberá pasar por una mayor participación ciudadana pero sobre todo por un entendimiento de las clases políticas de que más de lo mismo ya no nos sirve. Para vacunar a un país contra el populismo se requiere una oposición incluyente, que ahogue el mensaje de la división con el de la inclusión y la unión; y que entienda y atienda las causas del descontento social que continúan llevando a los populistas al poder.

@B_Estefan

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