Mientras que en México parecemos a veces olvidarnos del Covid, en China se vive aún bajo el ritmo de constantes confinamientos. Algunos cuantos casos en una colonia son suficientes para que una ciudad entera sea aislada completamente y las personas que hayan dado positivo sean apartadas, voluntaria o involuntariamente, en “centros de cuarentena”. Los encierros son interminables -más de 100 días ya en el caso de Urumqi, la capital de Xinjiang-, y las normas son aplicadas con un rigor burocrático que con frecuencia raya en lo absurdo.

Si bien el número de casos positivos en China están en su nivel más alto de los últimos meses, los contagios continúan siendo muy modestos respecto al tamaño del país. Actualmente hay 31,000 casos en una población de más de 1,400 millones de personas. Pero este pequeño pico en la pandemia ha hecho que las autoridades reafirmen su política de “cero Covid”. Mientras decenas de miles de personas se concentran en los estadios del mundial de futbol en Qatar, los chinos continúan viviendo confinamientos inflexibles.

Esta política ha tenido al menos dos grandes consecuencias. Por un lado, la segunda mayor economía del planeta ha visto entorpecida su actividad productiva al punto de que, vista desde Occidente, la “fábrica del mundo” ha dejado de ser confiable para las cadenas de suministro. Valga mencionar el caso de la fábrica más grande de iPhone del planeta, la taiwanesa Foxconn, en Zhengzhou en el centro de China, que cuenta con cerca de 200,000 obreros y que hoy está funcionando parcialmente debido a las huelgas por el cansancio de los trabajadores a los repetidos confinamientos y a una promesa de bono incumplida. Además, desde luego, de la desaceleración económica que la crisis inmobiliaria y la política “cero Covid” han generado. El Banco Mundial estima un crecimiento del PIB chino en 2022 de 2.8%, será la primera vez en décadas que estará por debajo del promedio del crecimiento esperado para la región Asia- Pacífico (5.3%).

La otra consecuencia es el creciente descontento social. Decenas de manifestaciones tuvieron lugar este fin de semana. Las movilizaciones se extendieron a diversas ciudades y adoptaron un duro tono antigubernamental. Un desafío que parecía inesperado para el presidente Xi Jinping quien, hace apenas unas semanas, emergía triunfante del Congreso del Partido Comunista Chino asegurando un tercer mandato al frente del país. ¿Quién podría imaginar que apenas un mes después, en pleno centro de Shanghái o en el campus de la prestigiada Universidad Tsinghua de Pekín, de la cual se graduó el mismo Xi Jinping, los manifestantes exigirían su renuncia?

Para entender la importancia de estas protestas, que mezclan el hartazgo de las medidas anti-Covid con una reivindicación de libertad, hay que recordar que esto no sucedía desde la primavera de 1989, durante el movimiento democrático de la Plaza de Tiananmen.

Pekín no aceptó importar vacunas occidentales que hoy permiten al resto del mundo “vivir con el virus”, y decidió enarbolar una imposible estrategia de “cero Covid’, de ahí que la población en riesgo esté hoy menos protegida, y con un sistema de salud inadecuado el levantamiento total de restricciones provocaría un importante número de muertes. Pero en China a la pandemia se ha sumado la tragedia. El incendio de un edificio en Urumqi, cobró la vida de diez personas y los vecinos afirman que las restricciones anti-Covid impidieron que la ayuda llegara más rápidamente. Hace unas semanas en Lanzhou, un niño de 3 años murió en su departamento intoxicado con monóxido de carbono. Podría haberse salvado si se le hubiera llevado al hospital, pero los oficiales encargados de supervisar el encierro del edificio en el cual vivía se negaron a permitir que lo sacaran. Y en septiembre, fue un accidente de autobús que transportaba personas a un “campo de confinamiento” el que cobró la vida de 27 chinos.

Estos dramas se han acumulado y han despertado malestar social en una clase media desilusionada por el cierre de fronteras, la desaceleración económica, un desempleo de 20% entre los jóvenes con estudios universitarios -dato oficial- y una crisis inmobiliaria. La sensación de asfixia crece.

La hoja en blanco que muestran los manifestantes para simbolizar la censura o incluso aquellos estudiantes de ciencias que tuitean sobre las ecuaciones de Friedman, porque Friedman suena parecido a “free man” (hombre libre), y con ello logran darle la vuelta a la censura, son muestra de que lo que se vive hoy en China no es únicamente una crisis de salud, sino también una crisis social y política. No existe libertad de expresión, ni libertad de prensa, en los días recientes los controles del gobierno han alcanzado incluso a los teléfonos celulares -los oficiales de seguridad los confiscan para saber quiénes están recibiendo mensajes para participar en las protestas-, no existen sindicatos, ni partidos de oposición y en un ambiente tenso una chispa puede encender una llama.

Hay que ser muy prudentes al tratar de pensar en las consecuencias que pueden traer estas manifestaciones, pero en un país donde no se tolera la oposición organizada, el contagio espontaneo de manifestaciones si bien no pone en riesgo mortal al régimen sí debe ser motivo de preocupación en el poder. El riesgo no es tanto la extensión de los disturbios -el uso de la fuerza para reprimir no atemoriza al poder chino-, el verdadero riesgo es la ruptura de un contrato social que funciona desde hace más de tres décadas.

@B_Estefan 

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