Este domingo se llevó a cabo la primera vuelta de la elección presidencial turca, un proceso electoral que captó la atención del mundo debido a la importancia geopolítica de Turquía y a que por primera vez desde que el líder autócrata Recep Tayyip Erdogan accedió al poder, hace más de 20 años, su continuidad como líder del país se encuentra en riesgo. El candidato de la oposición, Kemal Kilicdaroglu, no salió arriba en los resultados como apuntaban las recientes encuestas, pero las buenas noticias son una envidiable tasa de participación del 88% y que, al no lograr Erdogan rebasar la barrera del 50% de los votos, se hace necesaria una segunda vuelta.
A lo largo de la historia, múltiples líderes carismáticos se han presentado como la solución única a los problemas de una nación, prometiendo redimir a sus pueblos y conducirlos hacia una nueva era de prosperidad y justicia. En la actualidad, abundan ejemplos de quienes encarnan ese mesianismo político, entre ellos están Erdogan y López Obrador.
Erdogan, con su retórica nacionalista e islamo-conservadora, se ha presentado como el defensor del legado otomano; un hombre con la misión de devolverle a Turquía su grandeza histórica. Tanto es así que una de sus promesas de campaña de cara a las elecciones presidenciales de este domingo fue la de forjar un "siglo turco", buscando ponerse a la altura del legado del fundador de su país, Mustafa Kemal Ataturk. Por su parte, López Obrador, con el concepto de "cuarta transformación", busca transmitir la idea de que su gobierno marcará un hito en la historia de México de la envergadura de la Independencia, la Reforma y la Revolución. Para ello, AMLO ha construido una imagen de sí mismo como el paladín de los pobres y marginados, prometiendo acabar con la corrupción y la desigualdad en México.
Escudándose en este mesianismo que traerá "el gran cambio", ambos líderes han buscado erosionar las instituciones democráticas de sus países y concentrar una enorme cantidad de poder en su persona.
Erdogan ha utilizado su influencia para silenciar a los críticos, coartar la libertad de prensa y de cátedra, y convertir a Turquía en un Estado cada vez más autoritario. En México, López Obrador ha utilizado su popularidad para polarizar el país y buscar debilitar los contrapesos institucionales que encarnan instituciones como el INE, el INAI o la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
El líder turco utiliza una retórica nacionalista y religiosa para movilizar a sus seguidores y deslegitimar a sus oponentes, mientras que el mexicano ha empleado un discurso de polarización para ganarse la confianza de la población descontenta. La descalificación que ambos hacen de sus críticos o adversarios es mordaz. El presidente turco tilda al líder opositor Kemal Kilicdaroglu de "alcohólico, terrorista y mentiroso", mientras que el presidente mexicano se refiere al periodista Carlos Loret de Mola como "hampón, bandolero y malandro".
Desde luego que hay enormes diferencias entre los proyectos políticos de Erdogan y AMLO, empezando por el hecho de que el presidente turco tiene una visión global, mientras que el mexicano no ve más allá de las fronteras del país. Pero sirva la comparación como un recordatorio de que, para disputar el poder cooptado por un populista, es importante tener un buen candidato respaldado por una sólida coalición de oposición, movilizar a la sociedad civil, lograr una alta tasa de participación y generar un discurso de esperanza. Sin embargo, todo esto no es suficiente, se requiere una democracia vibrante.
Independientemente de la sólida base política con la que cuenta Erdogan, las condiciones en las cuales se libra la batalla por la presidencia turca son terriblemente inequitativas como consecuencia de la erosión del estado de derecho y la democracia que ha ocurrido a lo largo de los últimos veinte años. El presidente turco ha tomado el control del poder judicial, purgado al ejército, reformado la Constitución para atribuirle mayor poder a la figura presidencial, impuesto rectores afines a su proyecto político en las universidades públicas y cooptado a los medios de comunicación y a las autoridades electorales. Hoy el 90% de la prensa está controlada por el Estado y la mayoría de los funcionarios encargados de las Comisiones Electorales locales son pro gobierno.
La democracia se construye o destruye día a día. Los mexicanos no podemos ceder un ápice en la defensa de las instituciones del Estado y los mecanismos que nos permiten a los ciudadanos controlar y cuestionar el ejercicio del poder. No esperemos al 2024, hagamos hoy todo lo que este en nuestras manos para defender la democracia mexicana no sea que mañana los esfuerzos sean insuficientes.
Analista internacional.
@B_Estefan