Han transcurrido cincuenta y cinco días desde el inicio de la guerra. Sin duda Ucrania y los ucranianos viven la peor parte de sus efectos: incontables pérdidas de vidas humanas, desplazamientos, sufrimiento y devastación, pero las consecuencias de este conflicto bélico se viven mucho más allá de las fronteras ucranianas. Hasta ahora, esta no es una guerra mundial pero definitivamente sí una guerra que afecta a todo el mundo.
De acuerdo al Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas, António Guterres, más de mil millones de personas en distintos continentes padecen los efectos de lo que sucede en Ucrania. Algunas regiones están siendo más afectadas que otras, pero desde México hasta Sri Lanka no habrá un rincón del planeta que se escape a las consecuencias.
La economía global sufre, porque si bien el porcentaje del comercio internacional que representan Rusia y Ucrania es relativamente pequeño, estos países son importantes exportadores de productos esenciales. La Organización Mundial del Comercio proyectó la semana pasada que debido al conflicto armado el crecimiento del comercio global podría ser la mitad de lo esperado para 2022. Los precios de los hidrocarburos van a la alza, el costo de los cereales también, los fertilizantes están en precios máximos históricos, las cadenas de suministro retrasadas o bloqueadas. El mundo que aún no se recupera del golpe económico que generó la pandemia hoy enfrenta un nuevo embate.
Europa es la principal importadora de productos ucranianos y rusos, y por tanto ya resiente un impacto económico tanto de la guerra como del efecto boomerang de las sanciones impuestas a Rusia. América Latina padece el aumento de precios de fertilizantes e hidrocarburos, mientras que diversos países en Africa y Medio Oriente ven su seguridad alimentaria en riesgo dada su alta dependencia a la importación de alimentos y la reducción de la exportación de granos. Paradójicamente, si consideramos la histórica relación entre seguridad alimentaria y estabilidad social resulta hoy más probable que caiga un jefe de estado de algunos de estos países que los mismos Putin o Zelenski.
El riesgo de una hambruna masiva también aumenta conforme avanza la guerra. El director del Programa de Alimentos de la ONU ha advertido que podríamos ver la peor crisis alimentaria mundial desde la Segunda Guerra Mundial. Esta es la dimensión más preocupante y urgente de las consecuencias en otras latitudes.
En este mundo tan interconectado las víctimas colaterales de una guerra pueden estar a miles de kilómetros del campo de batalla. Así, por ejemplo, en Egipto, el impacto se antoja mayor. El país norteafricano es el mayor importador de trigo del mundo y el 80% de sus importaciones provienen de Ucrania y Rusia. “Pan” se dice en árabe egipcio “eish” que literalmente significa “vida” y no es casualidad. Para los egipcios el pan es parte central de la alimentación y en las últimas cinco décadas su precio ha jugado un papel importante en la estabilidad social.
En nuestro continente, las protestas sociales de las recientes semanas en Perú que llevaron al presidente Pedro Castillo a imponer un estricto toque de queda, se explican entre otros motivos por el alza de los precios de hidrocarburos y fertilizantes. Si bien la inflación ya comenzaba a afectar la economía del país andino desde antes de la invasión rusa a Ucrania, es innegable que los precios de estos productos se han visto muy afectados por el contexto global.
La guerra
también ha generado importantes disrupciones en el comercio global afectando los precios de las mercancías en todo el planeta. El comercio marítimo, que representa 90% del comercio mundial en volumen transportado y 80% en valor, ha sufrido bloqueos o retrasos. Además, el costo de los servicios de las empresas aseguradoras ha aumentado por el riesgo que implica el conflicto bélico para el transporte de carga.
Por usar una analogía, pensemos que el mundo se ha convertido en una especie de central de energía en la cual hay miles de cables conectados en diversos sentidos y con distintas cargas. Algunos cables conectan nodos cercanos pero hay otros que atraviesan la central. Son tantos los cables, algunos de ellos enredados, otros deficientes, algunos sobrecargados, que cuando se desconecta una sección del tablero se pueden presentar apagones de mayor o menor tamaño en lugares inesperados. Ahora bien, parte de estos apagones son hasta cierto punto impredecibles pero también es cierto que los gobernantes saben cuáles de estos cables pueden afectar un punto neurálgico de la red y aprovechan las debilidades de un mundo hiperconectado para amenazar con la desconexión de ciertos canales. Es así que en las guerras hoy los actores no solamente echan mano de recursos militares, sino que también se empuñan armas económicas, financieras, tecnológicas, alimentarias, sanitarias, energéticas y hasta migratorias.
Como señala el politólogo británico, Mark Leonard, la instrumentalización de las conexiones entre países no es nueva pero lo que sí es nuevo es la integración que ha traído la globalización y en un mundo en el cual las conexiones esenciales para nuestro bienestar también pueden ser usadas como armas, debemos diseñar reglas y normas que permitan una gestión menos peligrosa de esta conectividad.
Sea cual sea el desenlace de la guerra en Ucrania, el mundo no volverá a ser el mismo de antes. Ya comienzan a verse los cambios en la toma de decisiones de gobiernos y empresas y una reorganización geopolítica y geoeconómica global se hace impostergable.