En la década de los ochenta, en Argentina, surgió el “Teorema de Baglini”. Un concepto formulado por el entonces diputado de la conservadora Unión Cívica Radical, Raúl Baglini, el cual plantea que “cuando más lejos del poder está un político, más irresponsables son sus propuestas, volviéndose más sensatas y razonables conforme aumentan sus posibilidades de triunfo electoral”. El postulado del ya fallecido legislador argentino tiene algunas lecturas que varían ligeramente pero, grosso modo, todas convergen en que el nivel de disparate del discurso de un político es inversamente proporcional a su proximidad al poder.

Este Teorema en principio suena razonable. Considere, por ejemplo, que en México en la campaña presidencial de 2018, Jaime Rodríguez Calderón, El Bronco, que de acuerdo a las encuestas contaba con prácticamente nulas posibilidades de ganar la elección proponía que “al político que robara se le mochara la mano”. Este tipo de propuestas con frecuencia logran su propósito: captar la atención de la opinión pública, pero normalmente esa notoriedad no va acompañada del voto.

Fue el caso de Domingo Tortorelli, pintoresco candidato a la elección presidencial uruguaya en 1942. De llegar a la presidencia, Tortorelli proponía entre otras cosas construir carreteras de bajada para ahorrar combustible, instalar baldes de distribución gratuita de leche en cada esquina, limitar la jornada laboral a quince minutos y bajar a la mitad el precio de los productos de la canasta básica. Le gustaba autodenominarse “ElSalvador de la Patria” y “El Primer Demócrata”. El peculiar personaje político es hasta hoy recordado por sus compatriotas con simpatía pero nunca le dieron más de unos cuantos votos en las elecciones.

En las décadas recientes la política cómica se ha vuelto trágica. El teorema de Baglini ha sido completamente destrozado por líderes populistas de diversos países. Ideas que no resisten la más mínima crítica informada son convertidas no solo en propuesta partidista sino incluso en política pública por liderazgos populistas de izquierda o derecha.

El populismo o mejor dicho los populismos, pues presentan características muy variadas, constituyen una realidad compleja, pero pueden ser entendidos como partidos o movimientos anti-sistema que demonizan a sus enemigos, presentan soluciones simplistas a complejos problemas, juegan a la demagogia, recurren a una retórica de la dicotomía (bueno o malo, ellos o nosotros) y tienen líderes carismáticos con estilos políticos directos y formas de comunicación originales.

Si bien el populismo continúa creciendo en algunos países, en algunos otros se ha topado de frente con su peor enemiga: la realidad. Los populistas son formidables líderes de la protesta pero catastróficos gobernantes. Así, por ejemplo, en Alemania, Países Bajos, Austria o Bélgica las corrientes políticas populistas han tendido a debilitarse. Pero en nuestro continente este discurso encuentra un terreno especialmente fértil, pues más allá de las particularidades de cada país, todos padecen una lacerante desigualdad social, acompañada de magro crecimiento económico y de la corrupción de sus gobernantes. Nuestro continente nunca ha logrado realmente explotar sus riquezas, tenemos países ricos llenos de gente pobre. Ese campo seco permite que una chispa de populismo genere un tremendo incendio.

La toma de decisiones públicas sin fundamento, ni apego a la ciencia, ni a la vida democrática de un país, traerá consigo un deterioro aún más profundo de las condiciones de vida de nuestras sociedades. Pero el populismo no es una enfermedad sino la manifestación de un problema y las realidades sociales y políticas sobre las que germina su discurso están lejos de haber desaparecido. Vaya reto el que enfrentan nuestras democracias.

@B_Estefan

 

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