El mundo sigue de cerca los eventos relacionados a la crisis entre Rusia y occidente. Cada encuentro entre las partes, cada movimiento militar o diplomático es analizado con atención ante el riesgo que representa que la actual tensión se convierta en un conflicto de gran escala.

De un lado de la pugna se encuentra Vladimir Putin, el hombre que controla el telar político del país más extenso del mundo, una potencia militar y nuclear de 17 millones de kilómetros cuadrados (8.5 veces el territorio de México). Rusia es compleja y diversa, hace una década tuve la oportunidad de viajar en el icónico tren transiberiano y ser testigo de los monumentales contrastes entre las ciudades del este de Siberia como Ulán Udé, los pueblos alrededor del imponente lago Baikal como Turka y las grandes ciudades como San Petersburgo y Moscú. Pero más allá de la diversidad y los contrastes de Rusia, a nivel político hay hoy un solo nombre: Vladimir Putin. El mandatario ha dirigido los destinos de Rusia –directa o indirectamente- durante más de 21 años y tiene la mesa puesta para seguirlo haciendo hasta 2036. Su principal opositor, Alexei Navalny, ha sido encarcelado; y a pesar de las complicaciones que vive la economía rusa, sobre todo a partir de las sanciones impuestas por occidente tras la anexión de Crimea, está claro que la base política del dirigente ruso es sólida particularmente entre las generaciones de mayor edad que añoran los tiempos de la Unión Soviética. Putin se fortalece con esa nostalgia por la grandeza del imperio ruso. No quiere restaurar la URSS, sabe que eso es imposible, pero sí quiere un “gran país”. Incluso ha dicho: “solo alguien sin corazón no añoraría a la URSS, pero solo alguien sin cabeza querría revivirla”. No cabe duda que la historia soviética juega un rol central en el actual conflicto, Putin exige que se neutralice lo que considera su “esfera de influencia” histórica. Por lo pronto, desde hace ya semanas hay 100,000 efectivos militares rusos apostados en la frontera con Ucrania, listos para desatar una guerra o al menos hacer la amenaza lo suficientemente creíble como para que todo el mundo lo tema.

Del otro lado de esta encrucijada se encuentra el campo occidental, la descripción de este es harto más compleja. Es una criatura con muchas más cabezas. Estados Unidos desde luego es la más visible, pero también forman parte de la respuesta: la OTAN, la Unión Europea, la OSCE y desde luego cada país afectado de forma individual, particularmente Ucrania y Alemania; pero también por su historia: Estonia, Letonia, Lituania y Polonia o por su ubicación: Suecia y Noruega.

Huelga decir que en el ámbito militar esta alianza de países tiene un poderío infinitamente mayor al de Rusia, pero no está lista para una guerra empezando por Estados Unidos que vive su primer periodo de no intervención militar directa desde hace 20 años.

En materia diplomática la alianza también enfrenta retos importantes. Si bien los diferentes actores comparten una visión estratégica y entienden la urgencia del momento, el bloque occidental tiene fisuras. Hay desconfianza entre sus miembros. Ellos han llegado a esta situación no por elección, ni como prioridad geopolítica, sino porque han sido arrastrados a ella. Solo como muestra valga analizar los casos de Estados Unidos y Alemania.

El gobierno de Joe Biden no tenía entre sus prioridades a Ucrania, tan es así, que a lo largo de trece meses de gobierno ni siquiera ha nombrado un embajador en ese país. La prioridad de su política exterior estaba en la rivalidad con China, pero hoy se ve obligado a voltear a la frontera ruso-ucraniana. Biden sabe bien que Ucrania no se librará de la corrupción de la noche a la mañana y que tampoco puede unirse a la Unión Europea ni a la OTAN en el corto o mediano plazo, pero no puede aceptar que ese futuro le sea vetado por un poder exterior y menos el ruso.

A nivel interno, Biden enfrenta la reacia oposición de los republicanos en el Congreso y, peor aún, el presidente estadounidense enfrenta la división de la ya de por sí raquítica mayoría legislativa que tiene su partido. Particularmente dos senadores "centristas" se oponen a sus reformas de inversión social y medioambiental y de garantía de derecho al voto. Las proyecciones para el campo demócrata en las elecciones intermedias del 8 de noviembre empeoran día tras día. Esta situación tiene al líder estadounidense en una posición de política interna francamente compleja en la cual si él cediera ante las demandas del Kremlin sería fustigado internamente. Adicionalmente, si Biden retrocediera ante Putin en Europa, ¿qué consecuencia tendría eso en la estrategia estadounidense en Asia? ¿Qué mensaje transmitiría a los países de la ASEAN que se sienten amenazados por Beijing? ¿China no se sentiría fortalecida, sabiendo que Estados Unidos dejó que sus aliados europeos asumieran toda o al menos buena parte de la responsabilidad frente a Kiev? Y por el contrario, si Washington se concentra en Ucrania ¿no podría China aprovechar el momento para impulsar su ventaja táctica mientras la gran potencia rival está ocupada en otra latitud?

El caso de Alemania es también complejo. Razones históricas, económicas y estratégicas complican la definición de una política clara y coherente respecto a la actual crisis. Algunos países han comenzado a enviar armamento a Ucrania, es el caso del Reino Unido, Estados Unidos y también el de Estonia, que ha pedido a EE.UU. y a Alemania permiso para exportar a Ucrania armas compradas a estos dos países. Washington ha dado luz verde, Berlín ha negado el permiso. La explicación de la ministra de Asuntos Exteriores es que “por razones históricas, Berlín no puede considerar fácilmente que se utilice armamento alemán contra los rusos”. A lo cual su homólogo ucraniano ha contestado duramente que el argumento histórico también se aplica para los millones de víctimas ucranianas del nazismo.

Alemania dispone de un instrumento de gran presión sobre Moscú: el Nord Stream 2. Este gasoducto, que ha sido terminado de construir, pero su puesta en marcha se encuentra suspendida, permitiría a Rusia rodear Ucrania para enviar gas a Alemania. Tomando en cuenta que el 40% de la oferta de gas natural licuado en Europa proviene de Rusia, Berlín parecía no haber querido utilizar el gasoducto como arma diplomática. Apenas la semana pasada la ministra de Defensa alemana descartaba ligar Nord Stream 2 a la crisis ucraniana, pero fue contradicha poco después por el Canciller Olaf Scholz y la ministra de Asuntos Exteriores que enfatizaron que “todas las opciones estaban en la mesa.” El nuevo gobierno alemán quiere mostrarse más rígido de cara a las dictaduras, pero no puede ignorar su dependencia del gas ruso mientras los precios de la energía en Europa están por los cielos. Así las contradicciones y complejidades de la respuesta alemana.

Putin se beneficia de enfrentar a un grupo de países que, si bien comparten la misma visión estratégica de cara a la posición rusa, tienen diferentes historias, intereses y situaciones políticas internas.

Hace unos días, en rueda de prensa, Joe Biden cometió el error de hablar del escenario frente a una “incursión menor” de Rusia en Ucrania. A lo cual el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, respondió: “quiero recordarles a las grandes potencias que no hay incursiones menores, no hay naciones menores, no hay pérdidas menores.” Y yo agregaría que en este contexto: “no hay riesgo menor”.

Las grandes potencias están jugando con fuego y el riesgo no es menor.

@B_Estefan 

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