En un mundo ideal, no debería haber dinero público para partidos políticos ni campañas electorales. Financiar con impuestos significa que los contribuyentes tienen la obligación de darles dinero para su sostenimiento, incluso si están en desacuerdo con su ideología, su plataforma o sus candidatos. En un mundo ideal, los partidos políticos deberían depender exclusivamente del trabajo no remunerado de sus activistas, así como de las aportaciones voluntarias de sus militantes y simpatizantes.
Sin embargo, no vivimos en un mundo ideal. En la realidad, la relación entre el dinero y la política es bastante compleja. La experiencia de otras naciones democráticas, así como la propia de México, muestra que la forma en que se financian los partidos políticos y las campañas electorales afecta profundamente su funcionamiento.
Típicamente, las democracias enfrentan tres grandes problemas relacionados con el financiamiento de la política. Los partidos políticos y los candidatos necesitan dinero para competir por el poder en las elecciones. Si ese dinero viene principalmente de un grupo pequeño de donadores, al final del día los partidos políticos y los candidatos se volverán dependientes de ellos. El problema está en la influencia política excesiva que los grandes donadores adquieren al meterle dinero a las campañas.
Un segundo problema, que se conoce como corrupción política tipo quid pro quo, consiste en la entrega de aportaciones a las campañas electorales a cambio de rentas públicas bajo la forma de contratos, licencias, permisos, etc. El intercambio de dinero por prebendas termina convirtiendo a los partidos y las campañas en un conjunto de intereses agrupados para beneficiarse del ejercicio del poder público.
Finalmente está la supresión de la competencia electoral, un problema muy conocido en México que durante siete décadas estuvo gobernado de forma ininterrumpida por un mismo partido. El partido en el poder tiene el interés y los medios para inhibir el flujo de aportaciones privadas a los partidos y candidatos de oposición. Si logra conseguirlo, impedirá que tengan la capacidad de reclutar cuadros políticos y realizar campañas competitivas. En los hechos, el electorado se queda sin alternativas.
El financiamiento público a los partidos políticos y campañas electorales no es la panacea, pero sí parte de la solución. Por eso, la gran mayoría de las democracias modernas lo han adoptado bajo diferentes modalidades. En México, la introducción del actual esquema de financiamiento público con la reforma política de 1996 (que hoy en día representa menos del 0.01% del presupuesto federal) coincide con el incremento sustantivo de la competitividad en las elecciones y el fin del régimen de partido único. Su efecto fue habilitar a los partidos de oposición para realizar campañas modernas, atraer cuadros políticos y disputar el poder en las elecciones.
A quienes, en aras de la austeridad, hoy demandan una reducción drástica del dinero público a partidos políticos y campañas electorales habría que recordarles que una oposición fuerte es necesaria para una competencia electoral real. En México ha hecho posible la alternancia del partido en el poder, que hoy es parte de la normalidad política.
El financiamiento público, junto con otras instituciones, le da estabilidad y fortaleza a la oposición, sin lo cual el sufragio corre el riesgo de perder su efectividad. La competencia electoral real también es una garantía contra el abuso del poder. Permite la activación de frenos y contrapesos al partido en el gobierno, como ocurrió en 1997 cuando el PRI perdió por primera vez la mayoría en la Cámara de Diputados.
En principio, sería deseable que partidos, campañas y elecciones costaran menos al erario. Pero sin tomar en cuenta las circunstancias, los recortes a rajatabla pueden causar daños irreversibles o de difícil reparación a las instituciones democráticas. Al dejar de pagar hoy por algo no ahorramos, si mañana tenemos que pagar por ello un precio mucho más alto.
Consejero electoral del INE