La enfermedad del Fiscal General de la República, Alejandro Gertz Manero, tiene preocupado a López Obrador. Su muerte o renuncia significaría perder una pieza que ha sido clave para hacer funcionar al régimen.
Gertz Manero —pese a ser en el pasado un defensor a ultranza de la democracia y la justicia— aceptó formar parte de un proyecto autoritario. Decidió prestarse a la farsa de ocupar la titularidad de una fiscalía que sólo es autónoma en el papel.
Quienes conocimos al jurista ético, al enemigo de politizar la justicia y combatir la corrupción, no reconocemos al Gertz de la 4T. El rector universitario, el defensor otrora de los derechos humanos, decidió convertirse en el verdugo del régimen. Espía, investiga y arma expedientes penales en contra de los adversarios políticos de un incipiente dictador.
Al ser el primer fiscal en la historia de México pudo haber cambiado la forma de procurar justicia. Pudo haber usado la independencia de su cargo para “plantar cara” a las arbitrariedades de Poder Ejecutivo, combatir la impunidad y solidarizarse con las víctimas.
Pudo haber tomado como propias las denuncias por el desbasto de medicamentos, la falta de tratamientos a los niños con cáncer, el reclamo de las madres buscadoras que escarban en los cementerios clandestinos, perseguir a los asesinos de periodistas y a los violadores de niñas.
Tendría que haber sido el que pasara por encima de los “abrazos no balazos” para perseguir sin clemencia al crimen organizado. El que demostrara la complicidad entre el partido en el poder y el narcotráfico. El que se atreviera a procesar a miembros del gabinete y a los mismos hijos del presidente de la República por estar vinculados a negocios ilícitos.
Gertz pudo ser un gran fiscal y renunció a serlo. Prefirió apoltronarse en la silla de un gobierno despótico que utiliza la justicia a conveniencia. Se negó a estar del lado de la ley para ponerse del lado del poder político y económico.
La enfermedad del fiscal no solo debe a su edad. También tiene un origen de conciencia. Ese hombre estricto consigo mismo y con los demás, que come en punto de la una de la tarde, con fobia a infectarse, de gustos refinados y amistades selectas, que destacó como secretario de Seguridad Pública por tener mano dura contra la delincuencia y no tolerar los excesos de poder, termina sus días como colaboracionista de un régimen tiránico.
En algún momento de su vida seguramente quiso llegar a ser un Giovanni Falcone que pagó con su vida al tratar de desmantelar a la mafia siciliana o un Julio César Strassera que llevó a juicio a los militares de la dictadura argentina y que cuando fueron condenados pronunció la frase que lo hizo célebre: “Nunca más.”
¿Quién va a ser ese fiscal que se atreva a enjuiciar a López Obrador y a su proyecto depredador y le diga: Nunca más?