El gobierno ordenó al presidente de la Confraternidad Nacional de Iglesias Cristianas y Evangélicas, Arturo Farela , salir a decir que la Iglesia Católica está tratando de incendiar al país.
Con esta acusación López Obrador no solo responde a las críticas hechas por obispos, arzobispos y sacerdotes en contra de su política de “abrazos, no balazos”, sino que deja ver una descarada maniobra para dividir y enfrentar a las iglesias del país.
Farela ha sido desde el principio del sexenio la marioneta del gobierno para dinamitar a la Iglesia Católica y el Estado laico. Lo escogió a él y a su pequeño grupo religioso (Confraternice) para que distribuyeran la famosa “Cartilla Moral” que ha pasado al cementerio de los olvidados.
De manera oculta y violando la laicidad del Estado mexicano, el Presidente puso a Farela al frente de una cruzada fallida para sustituir la religión católica por la evangélica o cristiana. Lo intentó hacer al tratar de promover los programas sociales de gobierno de la mano de un proceso de evangelización.
Farela y López Obrador son gemelos ideológicos. Ambos profesan religiones similares. Son dogmáticos. Los dos fueron vagos e inconsistentes como estudiantes. Están en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo, rechazan el aborto y desprecian a los partidos políticos.
Sin embargo, el pastor tiene aspiraciones políticas. Busca que Morena elimine de la Constitución el impedimento para que los ministros de culto puedan ser votados y ocupar un cargo público. Promueve que su religión se haga cargo de la educación en el país y que un culto, como el suyo, pueda tener concesiones en medios de comunicación.
Aunque no lo dice y aparenta ser un seguidor del pensamiento juarista, López Obrador ha querido utilizar la fe cristiana como arma de penetración política. Así como es adversario de la división de poderes, también es enemigo oculto de la división Estado-Iglesias.
Así como invade las facultades exclusivas del Poder Legislativo y Judicial así también hace las veces de sacerdote o pastor religioso. El ex rector del Observatorio Nacional de la Conferencia del Episcopado Mexicano, Mario Ángel Flores, lo señaló en una entrevista con EL UNIVERSAL : “No es papel de un gobierno asumir una prédica religiosa, sino cumplir con sus exigencias constitucionales”.
El Presidente, —un fiel seguidor del fanático Calvino, de ese protestante furibundo que trató de convertir su doctrina en ley—, ordenó a Farela salir a “cazar católicos” para llevarlos a la hoguera y ganar posiciones.
AMLO quiere imponer en México su religión —la cristiana— e ir desplazando a la católica. Lo hace no solo por razones dogmáticas sino con un objetivo electoral: considera que la disminución de católicos en el Censo de Población y el aumento de fieles a las iglesias protestantes y evangélicas, representa una oportunidad crucial para hacer de esa fe un poderoso instrumento propagandístico que coopte votos a favor de Morena.
El Presidente de México le ha declarado la guerra a la Iglesia histórica de los mexicanos. El trato canalla que dio al asesinato de dos jesuitas en la Sierra Tarahumara terminó por confirmar que a López Orador no le gustan los católicos.
La respuesta de la Iglesia romana fue iniciar una jornada por la paz y la concientización. Sin embargo, tendrá que asumir otros retos: defender los derechos humanos y democráticos de una nación cuya idiosincrasia y fundamentos culturales están enraizados en el catolicismo.
López Obrador tiene claro que la destrucción del México actual, de sus creencias y tradiciones, valores y principios, pasa necesariamente por marginar a la Iglesia Católica. Por arrebatarle el centro ideológico.
Si Morena gana el 24 estará dispuesta a lanzar una guerra de religiones. El verdadero incendio se prepara en los sótanos inquisitoriales de Palacio Nacional.
Periodista. @BeatrizPages