Por LUIS PEREDA

El 30 de abril terminó, para todo efecto práctico, la LXV Legislatura del Congreso de la Unión. Desde el punto de vista de las necesidades de una república democrática, el desempeño de esta legislatura es criticable por muchas cosas. Aquí solo dos ejemplos: siguen pendientes decenas de designaciones para cargos públicos (para más referencias dirija la mirada al INAI o al Tribunal Electoral) y la aprobación al vapor del Fondo de Pensiones para el Bienestar. Para esta reforma, una de las más importantes del sexenio, menos de 30 días les parecieron suficientes para decidir el destino del dinero de las personas jubiladas.

Estos dos ejemplos tienen un común denominador, la voluntad del Presidente de la República. El Presidente lo quería, y “sus diputados y senadores” se lo concedieron. Que tragedia tener un Poder Legislativo que no es ni poder ni legisla, es oficialía de partes que tramita.

El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente. La frase de Lord Acton es tan cierta hoy como lo fue en 1887. Es por esta razón que el poder político se divide para nuestra protección. Dado que la política no es hecha por ángeles, sino por personas, “se busca disponer las cosas de tal forma que el poder detenga al poder” (Montesquieu). Dicho de otra manera, nuestra Constitución divide el poder político federal en un Ejecutivo, un Legislativo y un Judicial. Si dos o más de estos poderes se concentran en una sola persona, el resultado es la cancelación de frenos y contrapesos, salvaguardas de nuestras libertades y derechos. Y eso es lo que pasó durante esta LXV Legislatura.

El Presidente tuvo a su disposición suficientes votos de diputados y senadores para aprobar los presupuestos de egresos y las reformas legales que quiso. A veces escondidos en Xicohténcatl, a veces de un día para el otro, pero los diputados y senadores que se identifican a sí mismos como empleados del Poder Ejecutivo, le cumplieron a su patrón.

La función del Poder Legislativo es frenar los excesos del Presidente, no celebrarlos. La obligación del Congreso de la Unión es analizar antes de votar, no mostrar obediencia ciega a Palacio Nacional. Lo exigible a diputados y senadores es templanza, no una borrachera de poder.

“Porque quiero y puedo” no es una razón de Estado, es el empecinamiento de quien está embriagado de poder. “Así como va, porque lo digo yo” no es de demócratas, es de facinerosos mareados con el número de sus votos. La buena noticia es que el 2 de junio de nuevo se nos presenta a la ciudadanía la oportunidad de decidir. De eso se trata la democracia electoral, de analizar y recalibrar. La decisión electoral de ayer no necesariamente es la decisión acertada de mañana, por lo que es posible plantear 3 escenarios. El peor, el malo y el deseable.

El peor. La persona que gane la presidencia de la República tiene en el Congreso de la Unión suficientes votos de diputados y senadores para reformar nuestra Constitución Política sin necesidad de acordar nada con nadie. Simplemente levantar la mano y cambiar la ley suprema de toda la Unión. Poder político sin límites que se traduce en poder jurídico sin frenos.

El malo. Reformas legales por la vía rápida y sin consensos. La persona que gane la presidencia de la República tiene en el Congreso de la Unión suficientes votos de diputados y senadores no para cambiar la Constitución Política, pero sí para modificar, crear y eliminar las leyes federales que quiera. No tiene que acordar nada con nadie. Su voluntad, y los votos en el Congreso, le alcanzan. Tramitar, no legislar.

El deseable. Ningún partido político tiene por sí mismo el número de votos que necesita para cambiar ni la Constitución ni las leyes. Eso obliga al diálogo y al consenso. Así se construyen los acuerdos en todas las democracias del mundo. Eso protege a la ciudadanía de los abusos de unos y otros.

El poder absoluto corrompe y también aturde. Eso fue lo que tuvimos en la LXV Legislatura, una borrachera de poder. ¿Se terminó la borrachera?

Miembro del consejo directivo de la BMA.

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