Esta mañana, en su conferencia en Palacio Nacional, el presidente López Obrador confirmó la exhibición de datos personales que hizo ayer de la corresponsal del New York Times en México, Natalie Kitroeff, cuando leyó, micrófono en mano, el teléfono de la reportera que pedía una posición de su gobierno ante la investigación emprendida por Estados Unidos sobre posibles vínculos de su entorno con el crimen organizado, ya siendo gobierno.
Nos dicen que no valió el reclamo de la prensa mexicana y estadounidense en tanto que puso en peligro a la reportera, sino que además, hoy, el presidente se muestra de cuerpo entero: asegura que no fue un error y que si hay algún inconveniente, Natalie puede cambiar de teléfono.
El Presidente, nos hacen ver, se muestra ya descolocado, ante lo que ha venido siendo una serie de notas periodísticas donde lo que se deja claro es que siempre ha existido la preocupación en Estados Unidos de que el crimen organizado financie o se infiltre en lo más alto del gobierno mexicano, su socio más cercano. En todas las notas, sin excepción, no hay datos sólidos que confirmen esa hipótesis.
El Presidente dice además que por encima de la Ley de Datos personales “está la moral y autoridad política y yo represento a un país y aun pueblo que merece respeto”. Valga aquí el apunte que en Presidencia se filtró la base de datos de los reporteros que cubren la mañanera, con domicilio y CURP incluido. Y no pasó nada.
Acá no vale proponer en redes un “TodosSomosNatalie”, porque a lo largo del sexenio, sistemáticamente, el presidente se ha enfrentado con periodistas, medios y reporteros que le son incómodos, amagando con exhibir sus casas o sus salarios. Tal vez, colegas, ya éramos “Natalie”, y algunos todavía no se dan cuenta.