Bien se dice que hay pocas cosas más costosas que una oportunidad perdida. Y es que desde 2018 hemos sido testigos de por lo menos tres oportunidades relevantes para los intereses de política exterior de México derrochadas, cortesía del desinterés y desprecio presidenciales por las relaciones internacionales y lo que sucede en el resto del mundo.
La primera de ellas, quizá más como resultado de la naturaleza de las propias políticas públicas del actual gobierno -ahuyentando y desincentivando potenciales inversiones- que por la desidia del presidente López Obrador, ha sido la incapacidad para actuar de manera oportuna ante las lecciones que arrojó la pandemia al fracturar cadenas de suministro globales y norteamericanas y generar cuellos de botella logísticos, en el contexto además de la gran recalibración que se viene en Estados Unidos con respecto a la competencia estratégica, comercial y tecnológica con China. Esta es una de esas oportunidades que le llegan a México -y a Norteamérica - una sola vez cada generación, una circunstancia que no estamos capitalizando. La segunda ha sido la falta de apetito y sagacidad para aprovechar la llegada de un hombre como Joe Biden a la Oficina Oval, con el kilometraje acumulado en la relación bilateral y dispuesto a invertir capital político y diplomático en la relación con México. No solo se ha desaprovechado esa coyuntura, que hoy se diluye aún más con los acontecimientos en Europa del este que están copando toda la banda-ancha del gobierno estadounidense, sino que tampoco se ponderó de manera correcta cómo establecer un quid pro quo real y estratégico y con visión de futuro para la relación con nuestro principal socio diplomático y comercial a cambio del apoyo mexicano en el tema prioritario hasta ahora de Biden con México, que ha sido detener los flujos de transmigración a través de territorio mexicano hacia nuestra frontera común. En lugar de ello hemos perseguido nonadas, como el que Washington replique “Sembrando Vida” en Centroamérica. Y la tercera, al igual que la primera oportunidad desperdiciada, con ramificaciones para nuestros intereses estructurales y de largo plazo con Estados Unidos, ha sido en la relación con y -de manera más precisa- ante Brasil.
1994 fue un parteaguas en la relación entre México y Brasil. Desde la década de los noventa, cuando Brasil se vio sorprendido y rebasado por el esfuerzo mexicano de negociación de un ambicioso andamiaje de vinculación global a través de acuerdos comerciales, empezando con el tratado de libre comercio con nuestros dos vecinos norteamericanos, y el ingreso a la OCDE, OMC y APEC, Itamarity (la cancillería brasileña) se abocó a la tarea de construir un área de influencia geopolítica enfocada en Sudamérica, procurando convertirse en un hegemón regional de facto, buscando además expandir de manera significativa su huella y presencia diplomáticas en el resto del mundo. Para lograr lo primero, era esencial desvincular geográfica y estratégicamente a México -y de paso a EE.UU- de Sudamérica. La narrativa brasileña era relativamente simple: no hay tal cosa como “Latinoamérica”; lo que hay es Sudamérica, como esfera de influencia lógica y natural de Brasil, Centroamérica y el Caribe y Norteamérica, en la que a ojos de Brasilia, México decidió ubicarse a raíz del TLCAN. Y lo que inició con Mercosur, y la negativa brasileña a considerar la solicitud mexicana de formar parte de ese acuerdo comercial a principios de este siglo, se profundizaría luego -en el contexto hemisférico- con la creación de UNASUR en 2008 y -en el global- con el establecimiento del llamado grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), de la mano de la gran aspiración brasileña de convertirse en miembro permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. La idea de América del Sur como concepto y actor continental y global se fortaleció progresivamente en el comportamiento diplomático de Brasil, hasta llegar a las iniciativas del presidente Luiz Inácio “Lula” da Silva para estructurar la gobernanza sudamericana bajo el liderazgo y la égida brasileñas. A la par, Itamaraty buscó con éxito -cortesía sobre todo de su inversión notable en expandir su huella diplomática, particularmente en África (Brasil cuenta con 222 misiones en el extranjero contra las 157 de México)- frustrar con su cabildeo diplomático, cualquier intento mexicano por encabezar en este siglo una serie de organismos multilaterales, como la OPS, la OMS y el FMI. México no se quedó cruzado de brazos y la oposición mexicana a la candidatura de Brasil a un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU fue un paso lógico, natural y correcto desde el punto de vista de nuestros intereses en materia de política exterior. Pero mientras se daba este pulso entre ambas cancillerías -a veces abierto y la mayoría de las ocasiones soterrado, por debajo de la mesa, aunque edulcorado con un discurso en el que ambas cancillerías siempre subrayaban la importancia de relanzar la relación y alcanzar un horizonte de cooperación estratégica- en Washington, con la administración Obama, llegaron a posiciones relevantes en el Departamento de Estado y en el Consejo de Seguridad Nacional funcionarios que postulaban que la verdadera relación estratégica de EE.UU en el continente era con Brasil, tanto por su vocación y apetito diplomáticos globales como por ubicación geográfica y su peso económico y poblacional. Si bien estas visiones se toparon rápidamente con la realidad de sucesivos gobiernos brasileños -animados por su eje de alineación con los BRICS- confrontando a EE.UU en una serie de frentes diplomáticos regionales y multilaterales, muchos de esos funcionarios están de regreso ahora en la administración Biden en puestos relevantes.
La llegada de Jair Bolsonaro al poder y su relación cercana y de amistad con Trump podría haber profundizado esa visión de un eje estratégico privilegiado en el continente; afortunadamente, las limitaciones de ambos líderes evitaron que ello ocurriese. Y la importancia de que eso no se dé en un futuro no es cosa menor para la agenda e intereses mexicanos en el exterior. Me explico. Es muy sencillo: el día que Brasil se consolide a ojos de los estadounidenses como su principal socio estratégico continental, México pasará a ser -por la característica interméstica (lo internacional entreverado con lo doméstico) de la agenda bilateral, una derivación inevitable de la creciente convergencia económica y social entre nuestro país y Estados Unidos- simplemente un tema de política interna estadounidense, o lo que la ex secretaria de Estado Condoleeza Rice alguna vez llamó de manera sarcástica una “relación de condóminos”.
Este último año, con la llegada al poder de Biden, con un Bolsonaro que apostó abiertamente a la reelección de Trump , con los vasos comunicantes que persisten entre los equipos del líder brasileño y el ex presidente estadounidense y que encarna a ojos de muchos en el Partido Demócrata un régimen crecientemente antidemocrático, podría haber provisto a México de la oportunidad idónea para, apalancando la decisión de presidente López Obrador de colaborar en medidas de control de flujos transmigratorios y del papel que México podría jugar en la capacidad de EE.UU de competir comercial, tecnológica y cibernéticamente con Beijing, abonar a la lectura de que es Ciudad de México, y no Brasilia, donde Washington debe construir su relación estratégica de gran calado y de siglo XXI en el continente americano. El presidente de México no parece haberse siquiera percatado de esa oportunidad única cara a una relación entre dos países latinoamericanos que han tenido y tendrán aspiraciones y metas geopolíticas rivales. Aunado a lo anterior, el posicionamiento a medias tintas de López Obrador -a pesar del denodado esfuerzo a contrapelo de su cancillería- con respecto a la invasión a Ucrania y al torpe posicionamiento de las bancadas de MORENA y aliados en la Cámara de Diputados con la instalación de un grupo de amistad México-Rusia en la coyuntura actual, ha acreditado la percepción en Washington de que, en temas globales de peso, no se puede en realidad contar hoy con México. Siempre he insistido que una diplomacia libre de riesgos es una diplomacia libre de resultados, y que ni las brújulas sirven si no se sabe a dónde se quiere ir. El saldo de estas dos carencias del presidente para los intereses del Estado mexicano ciertamente no es halagüeño yendo hacia delante.
A principios de este mes, en una reunión con diputados de Morena y sus aliados legislativos, el expresidente Lula, en el marco de un viaje a México de proselitismo político y electoral, declaró que “AMLO es un regalo para México; no todos los días nace alguien como él.” Claro, Lula encantado; se debe estar frotando las manos al pensar que, de ganar en los comicios presidenciales en octubre, hoy por hoy altamente probable, tendrá a López Obrador como homólogo un par de años para poder liderar y hacer y deshacer a su antojo en la región. No hay que olvidar que durante su gestión se dedicó -de la mano de su asesor diplomático, Marco Aurelio García- a minar de manera puntual y persistente los intereses y la posición de México en Latinoamérica y organismos multilaterales. G. K. Chesterton apuntó que “la única manera de tomar un tren a tiempo es perder el tren anterior.” El presidente mexicano no solo ha perdido varios trenes con destinos relevantes para la política exterior mexicana; no ha logrado tomar uno a tiempo.
Consultor internacional.