La semana pasada, los gobiernos de México y Estados Unidos conmemoraron el bicentenario del establecimiento de relaciones diplomáticas entre ambas naciones. Si bien la agenda bilateral en este momento esta preñada de claroscuros, y el intercambio epistolar entre los mandatarios de ambas naciones para marcar el banderazo de esta celebración demuestra una vez más la ceguera y falta de sintonía del presidente mexicano con fondo, forma y realidad actual de la relación con nuestro interlocutor diplomático más importante en el mundo, no cabe duda que el arco de transformación de la relación desde 1822 -y ya no digamos en el transcurso de las últimas cuatro décadas en particular- es notable. Esto no quiere decir que todo fue color de rosa a lo largo de estos cuarenta años y que ese tránsito no ha estado exento de diferendos y tensiones, o que la real y profunda asimetría de poder duro -económico, diplomático y ya no digamos militar- entre ambas naciones se ha disipado. Pero el tono muscular y la tracción estratégica que la relación adquirió en este último período es innegable.
Dos cambios tectónicos trastocaron de raíz la relación: el primero, derivado de la decisión de negociar un acuerdo de libre comercio en 1991, y el segundo, exógeno y producto de las secuelas que dejaron los atentados terroristas de 2001 para la seguridad territorial norteamericana. Ese período de transformación en el cual además los asuntos de política interna y de la agenda bilateral se entreveraron, en lo que bauticé durante mi gestión como embajador en Washington como una agenda “interméstica”, estuvieron a su vez enmarcados por dos nadires. El primero de ellos se dio en los ochenta, quizá el más intransitable en la época moderna, detonado por el asesinato de Enrique Camarena en suelo mexicano en paralelo al choque de dos visiones opuestas de política exterior, seguridad e intereses nacionales en torno a Centroamérica. El segundo ocurre en 2016 cuando por primera vez México se convirtió en eje central de la narrativa electoral de unos comicios presidenciales estadounidenses del siglo 21 y su subsecuente resultado: el vandalismo diplomático de Donald Trump y la manera en la cual Andrés Manuel López Obrador respondió a su homólogo y posteriormente se posicionó camino a y durante los comicios presidenciales y la transición estadounidenses.
Si bien en estos ya casi dos años la Administración Biden ha rescatado el andamiaje bilateral e institucional que Trump ignoró y evisceró, y la cancillería mexicana ha buscado mantener la relación en un plano estable, la realidad es que ésta experimenta varios problemas estructurales, dos de ellos insalvables en el corto plazo. Primero, para Biden, la cooperación mexicana en materia de flujos migratorios, cara a las elecciones presidenciales en EEUU en 2024, sigue siendo la prioridad que condiciona la amplitud y profundidad de banda-ancha temática con México. Segundo, la falta de apetito y visión estratégica de López Obrador, su pulso con el Congreso estadounidense (la peor relación de un mandatario mexicano con el legislativo estadounidense en memoria reciente) y sus posturas en toda una serie de temas regionales y globales hacen que la lectura hoy en Washington sea la de un vecino poco fiable y serio en el tablero estratégico estadounidense. Y el problema es que esto ocurre en momentos en los que ambos gobiernos debieran estar invirtiendo verdadero capital diplomático en la relación, en el contexto de la recalibración geopolítica más relevante de la política exterior estadounidense desde el fin de la Guerra Fría -sus nexos con Beijing- y en la cual México, en una de esas oportunidades que solo nos llegan una vez cada generación, puede y debe jugar (junto con Canadá) -en cadenas de suministro esenciales, en la transición hacia una economía digital, en el paradigma energético, en la ciberseguridad- un papel clave.
En un ensayo escrito varias décadas antes de que EE.UU y México transitaran de ser “vecinos distantes” a convertirse en socios estratégicos, Octavio Paz resumía el dilema de la relación entre ambas naciones apuntando que la razón por la cual la relación no fluía era porque los estadounidenses no sabían escuchar y los mexicanos no sabían hablar. La relación ciertamente está caracterizada hoy por dos naciones que se escuchan más y que saben hablarse mejor una a la otra. Pero al final del día, lo que este bicentenario subraya, sobre todo cara al enorme reto que representará el que en 2024 se den dos procesos electorales presidenciales simultáneos a cada lado del Rio Bravo -y la posibilidad de que el presidente mexicano vuelva a apostar por la fortuna política de su “amigo” Trump- es que el dilema de fondo que enfrentan hoy nuestras naciones y pueblos sigue siendo que sobre la mesa, tenemos de dos sopas: o podemos consolidarnos como socios del éxito compartido o seguir como cómplices de fracasos mutuos.