“Justo cuando me quería salir, me vuelven a meter”. Así, como Michael Corleone en El Padrino III, me siento esta semana. Mi intención era compartir hoy con ustedes algunas reflexiones sobre el retorno del General Cienfuegos a México (lo haré en mi próxima columna), pero el vandalismo de Donald Trump me obliga a retomar las secuelas que las acciones pueriles y peligrosas de quien será pronto un ex mandatario tienen para la democracia y la política estadounidenses.
El hecho de que al final del día Joe Biden asumirá la presidencia el 20 de enero y que las prácticas e instancias democráticas, las cortes y los medios han ido cortando de tajo el nudo gordiano que Trump le colocó al proceso de calificación poselectoral y a la transición no significa que el presidente y sus facilitadores en el Partido Republicano -y los medios y plataformas digitales de la extrema derecha- no le estén haciendo un daño profundo a Estados Unidos. El mandatario está instalado en un arco de bipolaridad que ha ido de la patraña de que dizque ganó la elección y le robaron el triunfo, al cabreo y pataleta por su derrota y una fijación por obstaculizar la transición, todo ello seguramente acicateado además por el cálculo de cómo reinventarse -y sobre todo cómo blindarse de las deudas que lo acechan y las investigaciones de las que será objeto al dejar la Oficina Oval- a partir de enero. Y en el proceso, se está llevando entre las patas a su país, colocando a EE.UU –y al mundo- en un potencial punto de quiebre, un momento de inflexión en el que o bien se rescata el peso e influencia del mundo democrático liberal o atestiguamos su declive precipitoso.
Trump lleva cinco años -si incluimos su campaña- no solo troleando a quienes lo critican o le desagradan; ha troleado a la democracia así como a las sociedades plurales, tolerantes, abiertas. Pero ahora ya está troleando a la Constitución de los Estados Unidos de América. Después de más de tres semanas, en el transcurso de los últimos días ya se empezó finalmente a reconocer y a hablar abiertamente en Washington de lo que en cualquier otro país y en cualquier otra latitud ya habría sido calificado por la comentocracia y los medios estadounidenses como un golpe de Estado en potencia. Como bien apunta la científica política Anne Applebaum, podrá bien ser un golpe ineficaz, un golpe de ópera bufa, un golpe ridículo y absurdo, pero no deja de ser un intento de golpe. Y si los medios y los políticos no están dispuestos a usar ese término para caracterizar las acciones de Trump y el Partido Republicano, entonces ya no creen en la democracia ni están preparados para defenderla.
En las semanas posteriores a los comicios, Trump y su equipo no han podido impugnar los resultados finales en las cortes. Sin embargo, en la corte de la opinión pública, han logrado un progreso sorprendente, un progreso que podría amenazar la capacidad del presidente electo Biden para gobernar e incluso a la propia democracia estadounidense. Al principio, Trump estaba convencido de que podía revertir el resultado de las elecciones a través de la judicialización del proceso electoral con una serie de amparos. Y no es ninguna sorpresa. Esa ruta estaba cantada desde hace meses y el presidente disfruta, vive, se alimenta de -y a su vez alimenta- el caos y el pleito. A lo largo de su vida, ha sido parte de no menos de 4,000 litigios. En este caso, sin embargo, calculó mal el terreno y va perdiendo o ha perdido más de 25 casos y amparos detonados a partir del 3 de noviembre hasta la fecha. Y en Georgia, el recuento -ahora sí, voto por voto, casilla por casilla- refrendó la victoria de Biden en ese estado.
Si Trump tuviese un mínimo de clase, madurez, sentido de Estado, decoro o respeto por la investidura presidencial, habría aceptado su derrota desde hace días, habría dado vuelta a la página y habría ofrecido apoyo a su sucesor, tradiciones que se remontan a más de dos siglos en la vida política de EE.UU. Pero el narcisista en jefe tal vez esté jugando a ganar tiempo, esperando a ver cómo se desarrolla un segundo frente de batalla que ha abierto y que ciertamente parece más prometedor para él. Solo hay que considerar una encuesta de Monmouth Poll publicada el miércoles pasado, que encontró que el 32% de los estadounidenses cree que Biden ganó como resultado de un fraude electoral; el 77% de los partidarios de Trump piensan lo mismo. Estos datos dañinos encuentran aún más resonancia en entrevistas que Reuters condujo con 50 personas -de distinta edad, grupo sociodemográfico y procedencia geográfica- que votaron a favor de Trump. El común denominador fue que "todos dijeron que creían que las elecciones fueron manipuladas o eran de alguna manera ilegítimas". Algunos agregaron que ahora estaban boicoteando a Fox News -que finalmente ha marcado distancias con Trump- y sintonizando a los medios emergentes de la extrema derecha, Newsmax y One American News Network, que han estado apoyando y regurgitando las patrañas y las falsas e infundadas afirmaciones de Trump de fraude electoral. Y en un sondeo de Harris Poll este lunes, 47% de los votantes registrados encuestados afirma estar a favor de una nueva candidatura presidencial de Trump en 2024. Y esto esboza quizá la hoja de ruta en la cabeza del mandatario; dejar la Casa Blanca habiéndose negado a reconocer que fue derrotado (lo que más detesta en la vida es el calificativo de "loser") y usar los recursos que está recaudando para financiar sus procesos de litigio para saldar las deudas que le caerán encima como el famoso yunque marca "ACME" de las caricaturas y lanzar su propia plataforma mediática.
Nunca antes en la historia de EE.UU la oposición había socavado la legitimidad de un presidente electo antes de que éste asumiese el cargo de la manera en que este presidente y su partido lo han hecho ahora. Es importante recordar que esto no es un accidente. Durante meses -y lo advertimos muchos- Trump y su campaña han desplegado un esfuerzo sistemático para minar a Biden y su eventual presidencia. En el período previo a las elecciones, Trump cuestionó reiteradamente la legitimidad de las boletas por correo y sugirió que no aceptaría los resultados de las elecciones si perdía. En resumen, esta ha sido una campaña deliberada de sabotaje, emprendida con un nulo miramiento por el daño que podría infligir a la democracia. Desde su temprana adopción de la mentira de que Barack Obama no había nacido en EE.UU (que luego retractó) hasta las miles de falsedades que ha difundido en Twitter, mítines y conferencias de prensa, Trump ha construido un imperio político mentira sobre mentira. Pero no tiene la menor intención de abandonar la escena pública. Espera ganar influencia política a través de las millones de personas que creen en él con más fervor que en las propias tradiciones y procesos democráticos de la nación.
Este es un problema endiablado para la vida nacional estadounidense. El rechazo generalizado de los resultados de las elecciones entre los simpatizantes de Trump y, con contadas excepciones, en el GOP en general refleja -a pesar de que los sistemas de pesos y contrapesos siguen funcionando, si nos atenemos a los fallos en las cortes y el rechazo incluso de gobernadores Republicanos a que haya habido irregularidades y mucho menos fraude en sus estados- una dinámica nueva y peligrosa en la política del país. La decisión de subvertir la elección en el GOP se extiende más allá de Trump, ya sea por sicofancia o porque como he señalado previamente en esta página de opinión, el partido ya está cooptado -por miedo o por convicción- por el mercachifle convertido en presidente. Si la mayoría de los votantes Republicanos, que no forman una mayoría electoral en el país pero sí son críticos para la viabilidad electoral futura del GOP, realmente no creen en la democracia y no pueden ser convencidos de datos duros, realidades y hechos descaradamente obvios, los políticos Republicanos permanecerán atrapados en el universo político paralelo de Trump.
Por ello, la próxima ocasión en la que militantes del GOP -que había sido el partido de la legalidad, el orden y el Estado de derecho- se arranquen con la oda a la Constitución y a la sabiduría sempiterna de sus redactores, habrá que recordarles que se comportaron como una cofradía de cobardes descarados en el momento tan delicado en el cual el sistema que diseñaron los llamados
padres de la patria enfrentó uno de sus retos más seminales. Y a diferencia de Las Vegas, lo que sucede en EE.UU no se queda en EE.UU; la erosión democrática ahí conlleva consecuencias para la democracia liberal en otras partes del mundo y para la recalibración que harán muchas otras naciones acerca de lo que esto implica para el equilibrio de poder internacional.