Con contadas excepciones, la política exterior no pesa y no es tema en las elecciones alrededor del mundo, y menos aún en comicios legislativos intermedios. Las recientes elecciones en noviembre en Estados Unidos no rompen con ese patrón. Sin embargo, el resultado en un estado en particular podría llegar a tener implicaciones importantes para la formulación de política exterior estadounidense.

En una noche en la cual a los Demócratas les fue mucho mejor de lo que preveían a lo largo y ancho del país, Florida fue la excepción. Ahí sí una marea roja arrastró las ilusiones de los Demócratas de que el estado podría ser competitivo. Con 30 votos electorales y una delegación parlamentaria con 28 escaños federales en la Cámara de Representantes, Florida tiene gran peso en el mapa electoral nacional. Alguna vez fue considerado el estado bisagra más importante del país; no hay que olvidar que en la elección presidencial de 2000, George W Bush ganó el estado en el Colegio Electoral, y por ende la presidencia, por apenas 537 votos, lo que la convierte en términos de porcentajes no solo en la contienda más reñida de esa campaña presidencial sino también en el margen de victoria más cerrada de cualquier elección presidencial en la historia de EE.UU.

y parece erigirse en un bastión Republicano. El gobernador Ron DeSantis no solo se reeligió de manera aplastante contra Charlie Crist, un político veterano y exgobernador del estado. Marco Rubio también ganó por un amplio margen, derrotando a la congresista Val Demings, una de las candidatas más formidables que podrían haber encontrado los Demócratas para contender por ese escaño en el Senado. Los Demócratas perdieron 20 de los 28 escaños de Florida en juego para la Cámara y no lograron vencer en su otrora bastión y muro azul del condado de Miami-Dade, escaño que esperaban recuperar después de perderlo en 2020. Entre 2021 y 2022, por primera vez en la historia política moderna de Florida, hubo más Republicanos registrados para votar que Demócratas, una ganancia de más de 150,000. Ese cambio se dio en paralelo a un influjo masivo de estadounidenses jubilados al estado en los últimos años, más que a cualquier otra entidad del país. Incluso el número incrementó durante la pandemia, cuando además la oposición pública de DeSantis a las pautas federales de distanciamiento social lo convirtieron en el héroe de muchos conservadores. Y en las elecciones intermedias de noviembre, los votantes adultos mayores de Florida participaron en masa, mientras que los votantes jóvenes se quedaron en casa, según muestran las encuestas de boca de urna. Adicionalmente, el estado también experimenta un fenómeno demográfico que beneficia a los Republicanos; a diferencia de gran parte del resto del país, los votantes hispanos en Florida se inclinan por el Partido Republicano. Los Demócratas siguen siendo competitivos en los baluartes urbanos de Tampa, Orlando y Miami, pero no lo son en el resto el estado. No hay escenario plausible en el que el presidente Joe Biden o cualquier otro Demócrata venza al expresidente Donald Trump, y mucho menos a DeSantis, en Florida en 2024.

Ya sea que Florida esté destinada o no a convertirse una vez más en un estado competitivo, ello no ocurrirá en el ciclo electoral de 2024. Pero como suele suceder en la vida -y en ocasiones también en la política- hay un lado positivo a todo esto: una Florida profunda y sólidamente roja, que no está en juego ya en el Colegio Electoral, podría -vaya, debiera- darle a los Demócratas el margen de maniobra y la libertad de reconstruir su postura hacia Cuba basándose en los intereses de política exterior de EE.UU en lugar de buscar cortejar a los votantes cubanoamericanos del sur de Florida. Sin duda dejar de lado ese reflejo condicionado e ignorar esa memoria muscular no será fácil. Ese impulso ha dado forma a cómo abordaron los Demócratas el tema durante 40 años, desde la década de los años ochenta, cuando los cubanoamericanos se convirtieron en un importante bloque de votantes definiendo el destino del estado en el Colegio Electoral. Ya como expresidente, Bill Clinton admitió que “cualquiera con dos dedos de frente” sabía que el embargo de Estados Unidos contra Cuba era una “política de fracaso comprobado”. No obstante, durante su campaña de 1992, apoyó una legislación que endureció el embargo para poder así rebasar al entonces presidente George HW Bush por la derecha, y en 1996 firmó una ley (la Helms-Burton) que convertía al embargo en ley federal. Clinton perdió el estado en 1992 pero lo ganó en 1996. Y las elecciones de 2000 en Florida están herradas con fuego en la memoria colectiva de los Demócratas, especialmente para el actual jefe de gabinete de Biden, Ron Klain, quien fuera jefe de gabinete del entonces Vicepresidente Al Gore y asesor general del comité de recuento de las casillas en Florida. En represalia porque Clinton devolvió a Elián González, de 6 años, a su padre en Cuba, los cubanoamericanos emitieron un voto de castigo que le costó la presidencia a Gore. Así nació el reflejo condicionado de que para imponerse en Florida, los candidatos presidenciales Demócratas tenían que ser por lo menos tan duros con respecto a Cuba como sus oponentes Republicanos. Barack Obama desafió esa sabiduría convencional de manera limitada en 2008 y 2012 (ganando en ambas ocasiones el estado en el Colegio Electoral) al apelar a los cubanoamericanos moderados con políticas que favorecían las conexiones familiares, flexibilizando las restricciones sobre las remesas y los viajes. Esa estrategia funcionó; Obama de manera inédita, ganó cerca de la mitad del voto cubanoamericano en 2012. Pero incluso Obama no emprendió su histórica política de normalización hasta después de haber sido reelecto para su segundo período.

En 2016 y 2020, el éxito de Trump en movilizar a la derecha cubanoamericana al revertir el acercamiento de Obama a La Habana persuadió a algunos Demócratas de que el efecto Obama en el estado era una anomalía. Como resultado, Biden volvió a la postura predeterminada de tratar de ser tan duro con Cuba como los Republicanos, manteniendo la mayoría de las sanciones económicas de Trump y agregando otras nuevas. El presidente incluso ha ido un paso más allá, dando a la diáspora un papel privilegiado en la elaboración de su política hacia Cuba, llamando a los cubanoamericanos “un socio vital” y “los mejores expertos en el tema”. La futilidad de este enfoque quedó demostrada en las urnas hace un mes, y una encuesta reciente de cubanoamericanos en el sur de Florida explica por qué. Los encuestados se opusieron abrumadoramente a la política de Biden hacia Cuba (72 por ciento contra 28 por ciento), a pesar de que no era sustancialmente diferente de la de Trump, a la que apoyaron abrumadoramente. Y la actual antipatía de los cubanoamericanos hacia los Demócratas va mucho más allá de la política hacia Cuba y abarca una amplia gama de temas, tanto de política interna como exterior.

A Einstein se le atribuye haber afirmado que la definición de la locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados distintos. Eso es lo que ha sido el embargo (que no bloqueo, como le gusta afirmar al presidente de México). No ha movido la aguja de lo que ocurre en la isla y le ha dado al régimen cubano la excusa -y el enemigo- para justificar sus fracasos y su autoritarismo durante seis décadas. Con este nuevo espacio de oportunidad que se abre, una política hacia Cuba basada en intereses nacionales reconocería que la geografía ineludible otorga a Estados Unidos y Cuba importantes intereses en común, que van desde la migración hasta el cambio climático, la salud pública o el combate al narcotráfico y crimen organizado trasnacionales, intereses que solo pueden promoverse a través de la cooperación, sin que ello implique quitar el dedo del renglón en materia de violaciones sistemáticas a los derechos humanos y un régimen dictatorial. La derrota Demócrata en Florida finalmente hace posible una formulación de una política más racional hacia Cuba, en simetría con otras relaciones que EE.UU mantiene con Estados autoritarios, como China. Pero habrá que tener la valentía, la visión, la habilidad política y la destreza diplomática para hacerlo.