A lo largo de la historia, el orden internacional ha tendido a cambiar gradualmente al principio y de pronto se acelera y cristaliza. A manera de ejemplo, si bien desde el período de entreguerras Estados Unidos ya había rebasado al Reino Unido como la principal potencia global, en 1956 una intervención fallida en el canal de Suez puso al descubierto la degradación del poder británico y marcó su capítulo final como potencia global. Hoy Estados Unidos sigue siendo la principal potencia en el mundo, pero desde hace ya una década China, como la gran potencia retadora, ha venido nivelando el terreno de juego, y si Washington no reacciona a tiempo, el COVID-19 bien podría marcar otro “momento Suez” de inflexión geopolítica mundial.
La relación entre Estados Unidos y China parece encontrarse en este momento en una espiral descendente y refleja en la actual coyuntura de la pandemia, una especie de historia dickensiana de dos naciones. Por un lado, el papel de EE.UU como líder global en las últimas siete décadas se construyó no solo sobre su riqueza económica, su poderío militar y diplomático y su capacidad de innovación e reinvención singulares, sino que se fincó también en la legitimidad que fluía de sus instituciones democráticas y su gobernanza interna, así como -de tiempo en tiempo- de la provisión de bienes públicos globales, su contribución a un orden internacional basado en reglas y la capacidad y disposición para coordinar respuestas globales a la crisis del momento. El nuevo coronavirus está poniendo a prueba estos factores del liderazgo estadounidense y hasta ahora, la Administración Trump está reprobando de manera estrepitosa ese examen. Por el otro, hasta hace unos meses China parecía estar tambaleándose bajo el impacto de la pandemia. Su economía estaba en caída libre y la muerte de un médico en Wuhan que había denunciado el manejo de política de salud pública de Beijing había desatado una revuelta en línea contra las autoridades del país. Desde entonces, China había estado buscando una oportunidad para cambiar la narrativa como la nación que encubrió y permitió la propagación acelerada del virus a la de una potencia global magnánima que ofrece liderazgo en un momento de pánico y peligro en buena parte del resto del mundo. A medida que Washington vacila, Beijing se mueve rápida y hábilmente para aprovechar el boquete creado por los errores de Donald Trump, llenando el vacío para posicionarse como el líder mundial en la respuesta a la pandemia. China está tratando de convertir su crisis de salud en una oportunidad geopolítica, mostrándose como una potencia responsable (amén de lo que pueda ocurrir en Hong Kong) tal como lo hizo después de la crisis financiera de 2008, cuando su estímulo económico ayudó a elevar la demanda global, suministrando -vía el andamiaje de La Franja y la Ruta- equipos médicos, asesoramiento y, en algunos casos, personal, a países de África, Oriente Medio, Latinoamérica y el Caribe e incluso Europa. Pero mientras que durante la gran recesión Beijing coordinó sus esfuerzos con los de EE.UU, esta vez está combinando sus donaciones humanitarias a países afectados con retórica antiestadounidense (en gran medida en el marco de su guerra comercial bilateral y como respuesta a las diatribas de Trump y a su intento xenófobo por colocarle sello de ‘Hecho en China’ al virus). La sensación que queda con este círculo vicioso es la de una superpotencia en ascenso que intenta mostrar a la superpotencia del estatus quo cuál de las dos naciones es la más importante.
¿Podrán ambas naciones escapar en esta coyuntura lo que el internacionalista Graham Allison llama la trampa de Tucídides? En su “Guerra del Peloponeso”, el historiador y general griego describe que fue el ascenso de Atenas y el temor que eso inculcó en Esparta lo que hizo que la guerra fuese inevitable. En el pasado, cuando potencias retadoras y del estatus quo evitaron la guerra, se requirió de ajustes enormes y dolorosos en las actitudes y acciones no sólo de la nación retadora sino también de la retada. Históricamente en las relaciones internacionales, suelen coincidir tres atributos que convierten una emergencia internacional en una reconducción pacífica del realineamiento geopolítico: la existencia de una alianza en tiempos de conflicto o volatilidad que se transforma en una coalición de paz o estabilidad; un final identificable, marcado y claro de la crisis con el que comienza un nuevo capítulo en el sistema internacional; y la presencia de un país poderoso y visionario para guiar el esfuerzo. Hoy, esos tres atributos están ausentes, y la relación entre Estados Unidos y China se ha deteriorado al nivel más bajo desde la masacre de Tiananmen en un momento particularmente desafortunado, cuando los dos países deberían unir fuerzas para mitigar los estragos sociales, económicos y financieros -y eventualmente los geopolíticos- causados por la pandemia. Después de más de 40 años de interacción entre Estados Unidos y China, las dos superpotencias no han podido salvar el abismo ideológico que las separa. Una pandemia global podría haber servido como una ocasión para una mayor cooperación: en realidad, solo ha hecho que la brecha sea más patente.
Si bien el conflicto no es inevitable y esta nueva era de rivalidad geopolítica puede diferir en aspectos importantes de las tensiones de Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética entre 1947 y 1991, las diferencias irreconciliables en los valores políticos y las ambiciones estratégicas entre China y EE.UU están destripando la confianza mutua. La competencia estratégica seguirá siendo el paradigma dominante, una competencia que tiene, además, implicaciones directas para México en virtud de nuestra vecindad con EE.UU y la interdependencia de nuestras economías. La pregunta es si esa rivalidad creciente, esa “Guerra Fría 2” como muchos analistas ya la están bautizando, se inclina hacia una hostilidad permanente y total y un cambio estructural del foco de poder global.
Mucho dependerá -más allá de las megatendencias y cálculos geopolíticos- de lo que suceda políticamente tanto en Washington como en Beijing. Pensar simplemente que esta polarización estratégica existe solo porque está Trump en el poder sería confundir síntoma con enfermedad; en la última década se ha dado un realineamiento bipartidista en Estados Unidos (https://www.eluniversal.com.mx/articulo/arturo-sarukhan/nacion/aguila-contra-dragon) hacia una relación de mayor dureza y realismo con China. Pero por ahora, ciertamente la ruta más directa y la mejor esperanza para el resto del mundo para impulsar en el mediano plazo la cooperación global ante la pandemia y evitar que la dislocación geopolítica entre ambas naciones sea aún mayor es la derrota de Trump en las urnas en noviembre.