El miércoles hacia media mañana, a medida que el Senado estadounidense se aprestaba a validar los votos del Colegio Electoral y Donald Trump azuzaba a sus simpatizantes a marchar hacia el Capitolio, subí un tuit que decía: “Lo que han armado Trump y algunos senadores republicanos en este momento sería una ópera bufa si no resultase tan peligroso para la democracia, la credibilidad institucional y la estabilidad política de EEUU. De las patrañas, han transitado a la sedición y a la insurgencia”. Una hora más tarde, la intentona de autogolpe de Estado en dos vertientes, dirigido por un lado por 11 senadores del GOP y por el otro, encarrillado por una turba que irrumpió en el Congreso y tomó por asalto los dos recintos legislativos, confirmaba mis temores, con escenas y acciones que además, para muchos en México, encarnaban un déjà vu.
La muletilla de “sin precedentes” se usó —y se usará— mucho para describir el 6 de enero de 2021. Como sentenció el presidente electo Joe Biden, “nuestra democracia está bajo un asalto sin precedentes”. Sin precedente, sí, pero por insólito y deplorable que fuese lo ocurrido en la capital de una de las democracias más consolidadas (sí, con todas sus imperfecciones) del mundo, no debería sorprendernos. Este es un escenario hacia el cual Washington y el país habían estado despeñándose durante toda la gestión de Trump. En las postrimerías de la elección de 2016, recalqué que los estadounidenses habían olvidado las lecciones que nos deja la historia del siglo XX con respecto a lo que ocurre cuando una democracia elige a demagogos chovinistas y xenófobos. Estos cuatro años de trumpismo han sido la crónica de una sedición anunciada, y este es el legado de esta aberración de presidente, de su gabinete, su familia, los legisladores del GOP y de sus facilitadores, sicofantes y matraqueros. ¿Cómo podría terminar la presidencia de Trump de otra manera, si no es que con una convulsión o una imagen como la de una bandera confederada paseándose frente a un retrato de Lincoln, el gran referente discursivo del GOP, en uno de los pasillos del Capitolio?
En las principales plataformas mediáticas, el intento de Trump de aferrarse al poder estaba siendo eviscerado incluso antes de que estallara la violencia, de que se desenfundaran armas en el pleno de la Cámara de Representantes y los congresistas empujaran frenéticamente muebles y archiveros para bloquear las puertas de acceso al recinto. Pero tan sólo hace unos días, los intentos de normalización de esta presidencia, presentes desde el momento en que Trump se hizo de la Casa Blanca en 2016, seguían su curso: que si impulsó un nuevo consenso bipartidista sobre China, que si presidió sobre el aumento de salarios más significativo en décadas recientes hasta que golpeó la pandemia, e incluso que su intento de anular la elección y permanecer en el poder era sólo una fachada para hacerse de dinero y forjar su figura mediática pospresidencial. El peligro —y el más pernicioso— de todo esto es la legitimidad de la democracia en un país partido en dos, con un partido de la restauración —y del agravio blanco, uno que añora el pasado— encabezado por un mandatario que le he pintado el dedo al país, a buena parte de su sociedad y a las normas y principios democráticos de la nación, dispuesto a poner en tela de juicio a la integridad del proceso electoral y jalar del hilo del contrato social hasta reventarlo si es necesario. Y uno crecientemente inestable y pirómano al que aún le quedan 12 días de poder.
Parafraseando al presidente Roosevelt, este 6 de enero será un día que vivirá en la infamia. La pasta de dientes no puede ser zambutida de regreso en el tubo: quienes asaltaron el Capitolio son los demonios que Trump y el liderazgo del GOP han soltado y alimentado estos cuatro años. En el pleno del Senado, antes de que fuera ocupado por los sediciosos, el líder de la mayoría Republicana, Mitch McConnell, advertía que la democracia “entraría en una espiral de muerte” si sus colegas del GOP tenían éxito en su intento de revertir las elecciones. Fue un buen discurso que debería haber pronunciado desde el primer momento en que se hizo evidente la polarización social y el torpedeo a la democracia, las instituciones y la investidura presidencial del mandatario al que defendió hasta el último minuto. Esperemos que este momento damasceno de iluminación no haya llegado cuatro años tarde.