El más reciente episodio de vandalismo diplomático y negligencia profesional en la conducción de la política exterior por parte del Presidente Andrés Manuel López Obrador le está costando -y le costará- caro a los intereses nacionales y estratégicos de México en Latinoamérica y más allá de nuestro continente.
Meses después del autogolpe fallido del ex presidente Pedro Castillo, Perú no encuentra salida a la mayor crisis política y social de sus últimos años. Mientras tanto, el mandatario mexicano persiste en atizarla, y de paso dinamitar una relación bilateral más, que ya de por sí se cobró al segundo embajador mexicano en este sexenio -otro hito más de la diplomacia personal que se instrumenta desde el atril de Palacio Nacional- en ser declarado persona non grata por el Estado receptor (más un embajador al que se le negó públicamente el beneplácito). Para un presidente que un día sí y el otro también pontifica en torno a los principios de política exterior para pertrecharse detrás de un visión momificada, rancia e inconsistente de la soberanía y aplicar lo que no es más que una ‘Doctrina del Embudo’ -lo ancho para mí y para los míos, lo estrecho para todos los demás- en su insistencia de no “reconocer” (ahí sí, en flagrante violación de la Doctrina Estrada que postula que México no reconoce o deja de reconocer a gobiernos como práctica diplomática) a la actual presidenta de Perú, no solo socava una de las relaciones bilateral más importantes que México ha construido a lo largo de décadas en Sudamérica. Amenaza con torpedear uno de los mecanismos regionales más inteligentes y eficaces que se han construido en el continente en las últimas décadas.
La Alianza del Pacífico, iniciativa peruana de integración regional para construir un área destinada a la libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas, así como crear una plataforma comercial y financiera proyectada hacia la región de Asia Pacífico, fue constituida en 2012 por Colombia, Chile, México y Perú. Ha sido sin duda hasta el momento uno de los pocos mecanismos regionales con una visión de futuro -y no de nostalgia- en la región. Con 220 millones de habitantes sumados entre las cuatro naciones, la Alianza se posiciona como la octava economía mundial por su PIB con 2.1 billones de dólares (el 38% del PIB total de América Latina) y un PIB per cápita cercano a los 13 mil dólares. Reúne el 44% del total de flujos de IED y la mitad del comercio exterior de la región: sus exportaciones representan el 55% del total de América Latina y el Caribe, superando en volumen al Mercosur.
Prueba del aperturismo de estos cuatro países es que todos tienen TLC firmados con Estados Unidos y diferentes tratados con la Unión Europea. En un esquema de arquitectura complementaria, Chile, México y Perú pertenecen al Foro de Cooperación Económica Asia Pacífico (APEC) y al Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP), y a diferencia de lo que ocurre con otros procesos de integración regional o subregional y sus paradigmas proteccionistas, la Alianza ha encarado abiertamente la globalización. Ello, su adherencia a los principios de un sistema internacional económico y comercial basado en reglas, su agilidad y tracción así como un alto grado de afinidad política y económica más allá del signo ideológico de los regímenes que se encontraban en el poder, ha permitido avanzar de manera mucho más ágil y operativa hacia la elaboración de acuerdos efectivos, lo cual explica por qué cuenta ya con dos Estados asociados, Singapur y Ecuador, cuatro a serlo -Australia, Canadá, Corea del Sur y Costa Rica- y 50 Estados observadores en todos los continentes, incluyendo a EE.UU, China, Japón, India y las naciones de la UE.
En el fondo, la Alianza también ha trascendido los temas comerciales o económicos. De entrada plantea ampliar la huella diplomática de las cuatro naciones Parte, recurriendo, particularmente en Asia y África donde tienen poca cobertura de embajadas, a acuerdos de representación mancomunada: donde una tiene sede, las otras naciones pueden desplegar desde ella sus actividades diplomáticas.
Pero en el corazón de la Alianza radica la apuesta estratégica clave sobre todo para nuestro país. A diferencia de Mercosur o Unasur, aquella no es sobre quién no está sino sobre quien quiere estar. No es un acuerdo dirigido "contra" otros en la región o para excluir y desvincular a otro, como claramente lo ha sido Unasur que busca desacoplar a México del resto del continente. La Alianza de entrada supone un gran desafío para Brasil y su proyecto regional. La presencia de México en la Alianza ayudaba a la región a romper por la vía de los hechos la disyuntiva entre los tres subcontinentes, o América Latina en su conjunto, que Brasil y el Presidente Lula -en su primer periodo con Celso Amorim como canciller y ahora en este como consejero diplomático en la presidencia- quisieron poner sobre la mesa. Desde esa perspectiva, el surgimiento de la Alianza suponía un desafío para el proyecto carioca de consolidar la integración regional en torno a Unasur y de proyectar la narrativa de Brasil como el país hegemónico en la región, sugiriendo que no existe Latinoamérica como tal sino Norte, Centro y Sudamérica, y que por ende México no debía ser parte de los esquemas de concertación regional, apuntalando de paso el argumento brasileño de que el coloso sudamericano era naturalmente el candidato latinoamericano a un asiento como miembro permanente de un Consejo de Seguridad de Naciones Unidas reconfigurado para el siglo XXI, su gran objetivo diplomático.
La Alianza también daba un golpe de timón al paradigma de la sopa de letras de mecanismos regionales existentes y a la concomitante ‘cumbritis’: de cumbre en cumbre al grado que aquello parecía cordillera. Pese al surgimiento reciente de instituciones como la CELAC (Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe) o la propia Unasur, la integración regional en su conjunto está en crisis, marcada por la fragmentación y de una región que en su conjunto simplemente no pinta ni pesa en el actual sistema internacional. No hay una clara definición de qué es lo que se quiere integrar ni de cómo hacerlo, sin brújula y sin sentido geoestratégico -con la excepción de Brasil buscando tripular el sistema- en una permanente huida regional hacia delante, con una integración que se produce a espaldas del mundo.
En su pulso con el gobierno peruano, pero sobre todo con su negativa de transferir la presidencia pro tempore de la Alianza a Perú (la rotación es anual, en orden alfabético y nada en su acuerdo marco -ratificado por nuestro país y por ende, con rango constitucional- admite razones o condicionamientos para no proceder a ello), López Obrador está no solo confrontado con un aliado regional clave para México; podría de un golpe serrucharle el piso a nuestro país en el sur del continente. El que ello esté ocurriendo al mismo tiempo que Lula busca darle bocanadas de oxígeno a Unasur y otorgarle un espacio de retorno a Venezuela a los foros sudamericanos bajo la premisa del olvido de la reiterada violación de los derechos humanos en ese país, es un recordatorio palmario de lo que está poniendo en juego el mandatario mexicano para lo que debiera ser la agenda y postura continentales mexicanas. Y los platos rotos, y la factura diplomática a largo plazo para el país, correrán a cuenta de quien ocupe la presidencia de México a partir del 1 de octubre de 2024