Pandemia, clima extremo con sequías, inundaciones, megatormentas e incendios forestales, movimientos masivos de migrantes y refugiados, amenazas de una tercera guerra mundial, inflación y crisis energética: qué rápido nos acostumbramos en 2022 a esta lista de convulsiones globales. Este es el conjunto de desafíos más complejo, dispar y transversal que puedo recordar desde que inicié mi licenciatura en Relaciones Internacionales en la década de los ochenta. Con shocks económicos, sociales y geopolíticos entrelazados, no es de extrañar que un término poco conocido esté ganando terreno: la policrisis. Toda policrisis se caracteriza por el hecho de que las sacudidas son dispares, pero interactúan de manera que el todo es aún más abrumador que cada una de las partes. El expresidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, a quien le debemos la vigencia del término, lo tomó prestado en 2016 del teórico francés Edgar Morin, quien lo utilizó por primera vez en la década de los noventa. Y pocos factores en 2022 retrataron de manera tan nítida la policrisis que vivimos ahora -y de cómo convergen la volatilidad y fluidez de la seguridad internacional, la energética, la alimentaria y la social- que la agresión premeditada rusa contra Ucrania. Vaya, en muchos sentidos, Ucrania es el crisol de esta policrisis, y a partir de ella desdoblo aquí varias reflexiones acerca de cómo podría transitar el sistema internacional en 2023.
Vista a distancia, la invasión rusa a su vecino podría parecer una reincidencia del enfrentamiento de guerra fría entre el “mundo libre” y el autoritarismo ruso (y chino). El propio Presidente Biden ha enmarcado lo que está en juego en las relaciones internacionales del siglo XXI como una liza entre autocracia y democracia, cosa que ha merecido el cuestionamiento de figuras como Henry Kissinger, arquitecto del acercamiento estadounidense a China en plena Guerra Fría, al subrayar que las diferencias ideológicas no deberían ser el principal motor de confrontación geopolítica, “a menos que estemos preparados para hacer de la premisa del cambio de régimen el objetivo central de nuestra política exterior.” Y es cierto, la historia nos dice que Estados Unidos es más efectivo cuando ha sido pragmático, como durante la Guerra Fría y la Segunda Guerra Mundial. Pero la escuela “realista” de la teoría de las relaciones internacionales, que personifica Kissinger, recientemente ha enfrentado oprobio, en su mayor parte más que merecido. La idea de que Rusia debería tener derecho a su propia esfera de interés, incluida Ucrania, y un veto sobre la expansión de la OTAN, se percibe como insostenible frente a la agresión injustificada y la anexión de territorio de una Rusia revanchista e imperial. No solo parece una postura amoral sino incluso contraproducente para los propios objetivos que persigue la escuela realista de las relaciones internacionales. Si Putin gana en Ucrania, toda Europa -y posiblemente el sistema internacional en su conjunto- se desestabilizaría, con Estados Unidos encontrándose en una situación sin precedentes, donde se enfrentaría a las otras dos potencias militares globales del mundo -una retadora del estatus quo y la otra resentida- unidas en una alianza de conveniencia mutua en su contra.
La agresión rusa ha producido dos reacciones sorprendentemente diferentes en todo el mundo. Los aliados de la OTAN y otras naciones rara vez han estado más unidos. Alemania ha roto su postura de décadas de apaciguar a Rusia a través del comercio y la inversión. Y en lugar de hablar de la “finlandización” de Ucrania, asegurando su neutralidad, son Finlandia y Suecia las que se enfilan como nuevos miembros de la OTAN. Sin embargo, más allá del susodicho “bloque occidental”, el resto del mundo parece haberse encogido de hombros colectivamente. El llamado a la solidaridad con Ucrania a menudo ha caído en saco roto. El sur global sigue reacio a ver la resistencia de Kiev ante Rusia como una guerra contra la agresión internacional y el colonialismo. Quizá en parte ello es el resultado de que sus propias identidades poscoloniales están formadas por luchas contra los imperios europeos o la hegemonía estadounidense, no contra Rusia o China. Países que deberían estar a favor de un sistema internacional basado en reglas, que les ha beneficiado en gran medida a lo largo de las últimas tres décadas, se han abstenido en las votaciones de la ONU para condenar a Putin. Y la guerra en Ucrania ha puesto de relieve el activismo de nuevas potencias medias como uno de los principales vectores de cambio en la remodelación del entorno internacional. Son un elenco de extraños compañeros de viaje. Sudáfrica, India, Corea del Sur, Alemania, Turquía, Arabia Saudita, Brasil o Israel, por ejemplo, no tienen mucho en común. Algunos son democracias, otros autocracias y unos más ocupan un área gris en medio de ese abanico. Estos países han forjado sus identidades posteriores al deshielo bipolar en un mundo interconectado en el que los principales socios comerciales de uno a menudo no son sus aliados más cercanos, y donde el desacoplamiento tecnológico entre EE.UU y China puede tener consecuencias más profundas que la división ideológica entre ellos. Y si la Administración Biden finalmente obliga a países a elegir entre EE.UU y China en ese desacoplamiento económico y tecnológico, no está claro qué camino tomaría la mayoría. Los países de la ASEAN, por ejemplo, tienen casi el doble de comercio con China que con Estados Unidos. Prefieren no verse orillados a tomar una decisión, y si se ven obligados a elegir bando, es posible que no sigan el camino de Washington.
Algunas potencias intermedias son países en desarrollo con poblaciones en auge, otras son economías pujantes que luchan contra el declive demográfico. Algunas ejercen su estatus de potencia media gracias a su extensión y ubicación geográfica, otras gracias al poderío económico. Algunas son miembros constructivos y cooperativos de la comunidad internacional, otras son transaccionales y disruptivas. Pero todas comparten una característica fundamental: están decididas -en contraste con México y a diferencia de su presidente- a estar sentados a la mesa y a no estar en el menú, ya que todas tienen el poder y la ambición de incidir en cómo se traduce la globalización en regionalización y su papel en ésta. Y ésa es la clave determinante de la influencia de estas nuevas potencias medias.
La historia moderna se asoma como una crónica de progreso a través de la improvisación, la innovación, la reforma y la gestión de crisis. Hemos esquivado varias depresiones económicas, creado vacunas para detener enfermedades y, por el momento, contenido a un agresor, de paso evitando que se escale a un conflicto con armas nucleares. Pero no cabe duda que lo que está en juego en el sistema internacional este año que arranca es enorme, y encarna una incertidumbre radical que se cierne sobre el futuro de todos. Es factible que ese camino sobre la cuerda floja que recorrimos en 2022 se volverá más precario, volátil y angustioso en 2023.