"No estoy blofeando". El mensaje ominoso del discurso de Vladimir Putin la semana pasada, que encarna la mayor escalada potencial -ciertamente retórica- de la guerra que Ucrania libra desde la invasión rusa del 24 de febrero para defender su soberanía, fue palmario: Rusia está dispuesta a usar armas nucleares tácticas si Kiev continúa con su contraofensiva recuperando territorio en manos de tropas rusas. Si bien el líder ruso ya había recurrido en la antesala de la invasión a la bravuconada de apelar a su arsenal nuclear, estas últimas declaraciones fueron más allá, sobre todo por el contexto en el que se dan. Primero, porque el teatro de guerra no le favorece: Putin no pudo tomar la capital ucraniana y decapitar al gobierno en una operación relámpago, como era su intención original. Y aquel territorio que habían logrado ocupar las tropas rusas ha sido recuperado en buena parte por el ejército ucraniano en una serie de éxitos militares notables a lo largo y ancho del frente. Segundo, porque los crímenes de guerra cometidos por soldados rusos se han ido revelando y documentando de manera contundente, propiciando incluso que algunas naciones que habían mantenido neutralidad o mutismo calculados, como India o China, públicamente hayan empezado a marcar distancia de Putin. Tercero, porque en ese discurso del miércoles pasado, Putin confirmó que planeaba anexar cuatro regiones parcialmente ocupadas por Rusia en el sur y este de Ucrania como resultado de la farsa de los referéndum orquestados por el Kremlin a partir de este fin de semana. Agregó que estaba preparado para usar “todos los medios” para defender su “integridad territorial”.
Rusia posee hasta 2,000 armas nucleares tácticas, en su mayoría municiones para uso in situ en el campo de batalla, de alcance corto o para artillería y sistemas defensivos. Éstas, a diferencia de las armas nucleares estratégicas -bombas y ojivas para misiles de alcance medio y largo- controladas por el tratado New START entre Rusia y Estados Unidos que limita su despliegue a 1,550 ojivas por cada parte, nunca han sido restringidas por un convenio internacional. Y hasta ahora, la doctrina nuclear rusa afirmaba consistentemente que Rusia solo usaría armas nucleares en primera instancia si la existencia del Estado se viera amenazada, pero no hacía referencia alguna a la “integridad territorial”. Sin embargo, esos referéndum en curso a punta de Kalashnikov y que tienen como objetivo evidente anexar partes de Ucrania -como ya sucedió en 2014 con Crimea- significarían que cualquier intento ucraniano de recuperar dichos territorios podría enmarcarse por el Kremlin como una amenaza a la integridad territorial rusa. Por lo tanto, las preguntas relevantes a la luz de las declaraciones de Putin son ahora: ¿Cuáles son las líneas rojas del mandatario? ¿Qué considera exactamente como una amenaza para la integridad territorial de Rusia? ¿Realmente usaría armas nucleares para defenderla? Solo Putin, por supuesto, conoce las respuestas y el alcance real de sus declaraciones, que han encendido las alarmas en Naciones Unidas y muchas capitales alrededor del mundo. Por ello, Estados Unidos reveló este fin de semana que ha transmitido de manera privada a Moscú las consecuencias que encerraría y propiciaría el uso de un dispositivo nuclear sobre el terreno. Todo esto sugiere que hemos entrado en uno de los períodos más fluidos y peligrosos de las relaciones internacionales de la posguerra fría.
Sin duda alguna, el uso de un arma nuclear en Ucrania crearía un cataclismo humanitario. No hay que olvidar que un arma táctica nuclear (TNW, por sus siglas en inglés) posee decenas de kilotones (hasta un máximo de 100) de potencia explosiva, lo cual equivale a varias veces la potencia de las bombas atómicas soltadas sobre Hiroshima y Nagasaki. La enorme explosión -más la radiación y el calor inmediatos- de un arma de este tipo pueden estar lo suficientemente lejos de las tropas rusas para evitar su destrucción, pero el espectro radioactivo de un dispositivo nuclear táctico podría extenderse fácilmente más allá de Ucrania y poner en peligro vidas en Rusia y otros países de Europa o Asia. Incluso, dependiendo de las condiciones meteorológicos, los desechos radiactivos podrían llegar a otras regiones del planeta, incluyendo el continente americano. Es más, el uso de un arma nuclear táctica en Ucrania probablemente también echaría por tierra el argumento de Putin de que la invasión rusa tenía como objetivo “salvar a Ucrania” y reincorporarla como parte de la nación rusa. Esta sombría perspectiva podría ser el proverbial freno de mano a Putin, si es que el líder ruso está en efecto calibrando sus decisiones como un actor racional. Y si bien al final del día Putin probablemente no detonará un dispositivo nuclear en territorio ucraniano porque hacerlo sería extraordinariamente costoso para Moscú, para el mundo y para el papel global de Rusia, sus palabras tienen consecuencias, y al amenazar con usar armas nucleares, buscando un efecto disuasivo, Putin se está aventurando en el terreno de la imprudencia extrema, invitando una potencial escalada y haciendo de lado lo que la historia nos deja como legado de los errores de cálculo y de percepciones erradas en conflictos bélicos previos.
Es cierto que este nivel de ambigüedad, ciertamente desestabilizador, es un aspecto crucial de las estrategias y doctrinas de disuasión nuclear. Pero es importante comprender que las repetidas amenazas nucleares de Putin siempre se han dirigido a la OTAN y no a la propia Ucrania. Ésas tienen como objetivo incidir en el apoyo de la opinión pública internacional a Ucrania, incitando el miedo a la posibilidad del uso de armas nucleares rusas en suelo europeo. Si nos remitimos a la antesala de la invasión rusa, a nivel estratégico, la causa del conflicto actual en Ucrania fue la percepción y cálculo erróneos fundamentales por parte de Moscú sobre la determinación y la credibilidad de los demás actores regionales y globales. En retrospectiva, Putin podría haber elegido un curso diferente si hubiera evaluado con mayor precisión cinco factores clave: primero, la decisión de Joe Biden, a pesar de la postura estadounidense cara a la primera invasión y la anexión de Crimea en 2014 y aún con la debacle del repliegue de Afganistán de por medio, de confrontar la agresión rusa; segundo, la política de la OTAN de mantener su apoyo a una nación que no forma parte de la alianza, aunque fuese como cuestión de principio; tercero, la resolución de la OTAN de mantener su postura militar defensiva en Europa del Este; cuarto, la determinación política y resiliencia de Ucrania, desde su gobierno hasta sus fuerzas armadas y sociedad, para defender su territorio e independencia; y finalmente, las capacidades militares defensivas ucranianas. Pero al final del día, la diplomacia coercitiva es el arte de transmitir amenazas creíbles y determinación política a otros Estados a través de la combinación deliberada de fuerza militar demostrativa y posicionamiento diplomático. La red de percepciones erróneas rusas en torno a la amenaza de invasión -y la invasión misma- a Ucrania apuntan al fracaso generalizado del empeño ruso por ejercer precisamente una diplomacia coercitiva. Y este recurso más reciente de Putin podría enmarcarse en este patrón.
Pero a la vez, para Estados Unidos y sus aliados dentro y fuera de la OTAN, ceder al chantaje nuclear solo envalentonaría aún más a Putin. Por ello, líderes y gobiernos alrededor del mundo deben pensar ahora con la misma combinación de frialdad, dureza y creatividad que mostró John F. Kennedy durante la crisis de los misiles en Cuba en 1962, el único paralelo relevante que hay hoy en la historia de las relaciones internacionales a partir del uso de bombas nucleares en 1945. Eso significa trazar una línea firme (Kennedy nunca vaciló en su demanda de que se retiraran los misiles soviéticos de alcance intermedio de Cuba), pero también significa buscar formas (como lo hizo también Kennedy en el momento mas álgido de la Guerra Fría) de mitigar y prevenir un escalamiento.
No podemos minimizar lo sucedido. El líder de la potencia con el mayor número de armas nucleares en el mundo ha amenazado públicamente con usarlas. Ello explica, y más que justifica, las condenas de muchos gobiernos de diferente signo ideológico alrededor del mundo, y conlleva además una pregunta relevante para el gobierno mexicano y para su titular. No escucho condena alguna emanando de Palacio Nacional en respuesta a la escalada discursiva y geopolítica de Putin, o la articulación desde el púlpito presidencial de las posturas sobre desarme nuclear que en su momento le merecieron un Nobel de la Paz a la diplomacia mexicana. Entre el “plan de paz” del presidente mexicano, que conlleva la falacia lógica de equiparar la agresión premeditada e injustificada de un país contra otro con los esfuerzos de otras naciones por arropar y apoyar a la agredida, al amparo por cierto de los principios de legítima defensa y defensa colectiva consagrados en el Artículo 51 de la carta de las Naciones Unidas, y el silencio sonoro ante la más reciente amenaza de Putin, el mensaje mexicano al mundo pareciera ser puntual: cara a la violación del derecho internacional y la invasión a una nación soberana, y para quienes iniciaron los balazos, abrazos.