Durante mis seis años de gestión como embajador mexicano en Estados Unidos, frecuentemente me tocó escuchar a legisladores, políticos, gobernadores, integrantes del gabinete, analistas, académicos, periodistas y empresarios mexicanos de todos los colores y sabores manifestar sorpresa o consternación por el hecho de que México no figurase en campañas y convenciones nacionales y en los discursos, posicionamientos y debates de candidatos presidenciales estadounidenses. Ante la pregunta de si ello demostraba el poco peso de México en la política y para la diplomacia de ese país, a todos les respondía invariablemente que no, que eso no era negativo, que no me quitaba el sueño y que, al contrario, era bueno que nuestro país no jugara un papel prominente o estelar en los ciclos electorales de EE.UU. Una somera perspectiva histórica acerca de narrativas electorales y las campañas presidenciales lo explica y muestra por qué. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, han sido las naciones rivales o percibidas en ese momento particular por una administración o la opinión pública como enemigas -o más tarde grupos terroristas- los que han hecho su aparición en subsecuentes ciclos electorales estadounidenses: la Unión Soviética, el bloque de países comunistas, Cuba, Irán, los talibanes, Al Qaeda, Iraq, Daesh, Rusia, China, Corea del Norte. Los aliados estadounidenses, quizá con la excepción de Israel que aparece ocasionalmente como resorte de política interna y para enmarcar el conflicto con otros en el Oriente Medio, no han desempeñado a lo largo de las décadas de la posguerra y de este siglo un papel estelar en la plataforma político-electoral Demócrata o Republicana ni en la narrativa de contraste entre un partido y el otro. Por lo tanto era buen cosa -así iba mi línea de argumentación- que México no estuviese en esa compañía y que tampoco fuese usado para anotar puntos políticos-electorales ante el electorado y la opinión pública estadounidenses.

Pero como escribió Oscar Wilde, “cuando los dioses desean castigarnos, atienden nuestras plegarias”. En el camino a la nominación presidencial Republicana de 2016, Donald Trump anunció el arranque de lo que en ese momento parecía una campaña quijotesca poniendo a México en el centro de tres hilos narrativos que se convertirían en centrales para su campaña, su elección y su mandato presidencial: la derogación del TLCAN, caracterizado por él como el “peor acuerdo negociado en la historia” por EE.UU; el alcahueteo de los migrantes y la migración mexicana; y la frontera mexicana como un flanco de inseguridad y vulnerabilidad para la seguridad nacional estadounidense. Por primera vez en la política moderna de EE.UU, México se usaba como piñata electoral por parte de uno de los dos partidos. Y el problema es que a pesar de que Trump ya no está en la Casa Blanca, lo que parecía ser la excepción en la elección presidencial de 2016 podría estar en camino a convertirse en la regla en comicios legislativos y presidenciales yendo hacia adelante.

El que el GOP, como he subrayado en columnas previas en esta página de Opinión, esté abonando al déficit democrático de EE.UU es de por sí grave para un país como el nuestro que comparte una frontera terrestre de poco más de tres mil kilómetros y que cuenta con una densidad de relaciones económico-comerciales, sociales, políticas, diplomáticas y de seguridad bilaterales sin paralelo en el mundo. Pero ahora se yergue la posibilidad de que un partido cooptado, matraquero y sicofante del ex mandatario decida precisamente extender y explotar la narrativa de la frontera como un frente de amenaza -identitaria, cultural, racial, de seguridad y bienestar- permanente para Estados Unidos. El viaje a la frontera texana con México el mes pasado por Trump y su acólito, el gobernador de Texas, Greg Abbott -el segundo gobernador Republicano de ese estado que le da al pandero de la inseguridad que México le genera a Estados Unidos, en seguimiento a su antecesor Rick Perry- y la decisión del GOP en su conjunto de usar la supuesta crisis migratoria que Joe Biden ha desatado en la frontera con México desde su llegada al poder como uno de los ejes narrativos de la elección legislativa del próximo año, harán que el tema de la vulnerabilidad fronteriza estadounidense esté en el centro del debate entre ahora y noviembre del próximo año. El hecho de que además Ron DeSantis, el gobernador de Florida, quizá el estado bisagra clave en el Colegio Electoral, y la gobernadora de Dakota del Sur, Kristi Noem, ambos gobernadores Republicanos de dos entidades que la última vez que revisé el mapa no se encuentran situadas -a diferencia de Texas- en la frontera, se hayan subido al cuadrilátero con el “péguenle a la frontera con México” para golpear al Partido Demócrata y anotar puntos con la base nativista y supremacista blanca del GOP, augura que el tema irá in crescendo en los próximos meses. Tanto en materia migratoria y el aumento en el número de migrantes y refugiados -muchos de ellos de fuera del continente- que están siendo detenidos por las autoridades migratorias, de salud pública con la variante Delta del Covid-19 y de los flujos de fentanilo provenientes de México y que serán caracterizados como el factor detrás de un nuevo brinco en la epidemia de abuso de opiáceos en EE.UU, estos temas están siendo y serán explotados política y electoralmente por los Republicanos. Y lo que vivimos con respecto a las menciones a México en 2016 y lo que atestiguaremos camino a las elecciones intermedias del próximo año podría, con Trump o cualquier potencial heredero suyo que busque el apoyo del ex mandatario para la nominación presidencial de su partido, convertirse en una narrativa antimexicana turbocargada en el próximo ciclo electoral presidencial de 2024.

Las consecuencias de esto serían complejas en circunstancias normales. Pero lo que tendremos frente a nosotros en los meses y años venideros es todo menos normal, tanto con respecto a la política interna de Estados Unidos como al diseño y ejecución de la política exterior por parte del presidente mexicano. Las circunstancias actuales, y lo que se avizora, de entrada obligan a una recalibración del cálculo político mexicano y de nuestra diplomacia pública en EE.UU: dónde, con quién y cómo abonar capital político tomando en cuenta esta tendencia alarmante en uno de los dos partidos estadounidenses. Y requiere de una inversión de recursos diplomáticos en estados y zonas metropolitanas clave del país. Porque si bien buena parte de la opinión pública estadounidense (63% y 64%, según encuestas de Pew y Gallup, respectivamente) mantiene desde hace una década una lectura generalmente positiva sobre México, cualquier nube de palabras sobre lo primero que viene a la mente de los estadounidenses al pensar en México está poblada por palabras como “violencia”, “corrupción”, “crimen”, “impunidad”, “migración” y “pobreza”. No es coincidencia que la narrativa trumpiana abreve precisamente de estas imágenes y que en los últimos seis años sean ahora quienes se identifican como Republicanos los que de manera abrumadora cuestionan en encuestas, por ejemplo, los beneficios del libre comercio con México. En Estados Unidos el paradigma mexicano de larga data en la relación bilateral de mantener equidistancia ante los dos partidos políticos ha sido socavado por las acciones proactivas del presidente López Obrador durante el último ciclo electoral estadounidense, mermando con ello nuestra capacidad para generar mecanismos eficaces de contrapeso a todo esto con el Partido Demócrata. Si a ello le sumamos el nulo interés del presidente por Estados Unidos y por la política exterior en general, por el fortalecimiento de nuestra huella diplomática en el país, así como por el hecho de que la banda-ancha política en México estará enfocada hacia el último tramo del sexenio y el proceso sucesorio, la coyuntura de lo que se avecina en EE.UU -con el GOP- y en México -con un presidente indiferente- podría resultar poco halagüeña y fluida.

Que la cordura y los cuadros que entendían la importancia estratégica de México estén huyendo del GOP por ventanas y puertas resulta grave. Pero que uno de los dos partidos políticos de nuestro principal socio diplomático y comercial parezca estar encaminado a insertar a nuestro país -y temas bilaterales- a manera de estrategia de movilización y narrativa electoral en sus campañas, junto con el hecho de que en México no vayamos a prepararnos, prevenir y actuar en consecuencia, resulta funesto. El que el pasado sea presente y que las campañas intermedia de 2022 y presidencial de 2024 puedan llegar a ser un déjà vu son un lujo que no nos podemos dar en la relación bilateral con Estados Unidos.

Consultor internacional.

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