“Cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. ¿Y usted, qué hace?”, respondió el economista ­británico John Maynard Keynes cuando en los años de entreguerras y en plena Gran Depresión le acusaban de cambiar su sentir acerca de las políticas públicas a seguir. La misma pregunta se le podría formular al Presidente López Obrador con respecto a su visión -o más bien, la falta de ella- acerca de las relaciones internacionales, la política exterior de México y la posición y papel de nuestro país en el sistema internacional. Y esto viene a cuento porque hace unas semanas, en plena bataola en torno a las celebraciones del bicentenario de la consumación de la independencia de México, el presidente volvió a demostrar -durante la Cumbre de la CELAC celebrada unos días antes- las profundas inconsistencias y contradicciones que caracterizan su manera de concebir a México en el mundo, el mundo en México y lo que implica nuestra soberanía en el siglo XXI.

La ópera bufa que es la CELAC nos dejó muchas perlas; sin duda una de ellas fue cuando el anfitrión de la cumbre, celoso centinela de la soberanía nacional como principio rector de sus políticas públicas, habló del futuro de la región y llamó a las naciones latinoamericanas y caribeñas a emular el andamiaje supranacional más consumado en el mundo –aunque ciertamente imperfecto- que es hoy la Unión Europea. Desde la Paz de Westfalia de 1648, que dio por cerrada las devastadoras y brutales guerras religiosas y territoriales que asolaron a la Europa continental durante la Guerra de los Treinta Años, la soberanía ha sido un elemento constitutivo de todo Estado. Juan Bodino, teórico del Estado moderno , la definió como “la potestad absoluta que tiene un Estado de conducirse sin estar sujeto a otro poder”. Es decir, cada unidad política tiene la autoridad de definir su ordenamiento interno, su normativa jurídica y recurrir al uso de la fuerza. Esta conceptualización perduró durante tres siglos, período en el cual la defensa de la soberanía frente a injerencias externas era un interés esencial y central del Estado. No obstante, desde finales del siglo XX, la noción absolutista del concepto ha menguado. A raíz de la interdependencia y del surgimiento de amenazas comunes, los Estados han debido sacrificar parte de su potestad para definir su ordenamiento interno, y las organizaciones internacionales y algunas supranacionales -a la par de la evolución del derecho internacional- relativizaron aún más el ejercicio de soberanía. Para un presidente mexicano obcecado con una visión westfaliana de las relaciones internacionales y la lectura maximalista y a rajatabla de la soberanía nacional, resulta paradójico que ahora su paradigma con la CELAC fuese la UE o incluso su antecesora, la Comunidad Europea, cuando la premisa fundacional y fundamental de ambas es precisamente lo opuesto a lo que predica y cree López Obrador: la cesión progresiva y selectiva de soberanía en aras de bienes públicos globales así como de objetivos, bienestar y seguridad compartidos.

No es difícil explicar las confusiones conceptuales surgidas a través del tiempo sobre el atributo de la soberanía. Se enmarañan en él conceptos de la política y el derecho y se carga emocionalmente con significados tendenciosos en defensa de diferentes intereses o grupos de poder, tanto para afirmarlo como para negarlo. Indudablemente, la transición más difícil para un Estado nación es pasar de donde está a donde nunca se había encontrado antes. Si el presidente mexicano realmente hubiese experimentado un momento damasceno de iluminación y cambio de opinión en el camino hacia una política exterior anclada en este siglo, en sus retos y oportunidades pero sobre todo, en el futuro y no en el pasado, sería ciertamente un momento celebratorio. Pero dudo que así sea; el presidente sigue, en toda la gama de sus políticas públicas -y no solamente en la política exterior- invocando el pasado en lugar de construir el futuro. Qué mejor ejemplo que su contrarreforma eléctrica, animada más por el afán de control que por el nacionalismo económico y la soberanía que la iniciativa de ley invoca y que de ser aprobada desatará un tsunami de litigios internacionales por violaciones a acuerdos comerciales como el TMEC y el Acuerdo Trans-Pacífico. Para el presidente, la soberanía sigue siendo, como en la Europa de los Estados nación que se construyeron en el siglo XVII a partir de Westfalia, la mejor manera de evitar que el mundo se pronuncie sobre lo que ocurre al interior de nuestro país.

México lleva tres años confrontando el futuro con el pasado, y la adicción a un supuesto pasado dorado no nos permite pensar en futuros posibles. Este sexenio arrancó con la utopía pero navega en la nostalgia. Y nuestro mandatario parece concebir que la razón por la cual existen las relaciones diplomáticas es para dispensar un cumplido más que para asegurar un beneficio. La posición default de quienes no tienen una visión o apetito por las relaciones internacionales es precisamente que la mejor política exterior es la política interna. Para un mandatario que cree en ello a pies juntillas, López Obrador no cae en cuenta que son precisamente nuestras vulnerabilidades internas las que le abren frentes de presión desde el exterior, particularmente ante Estados Unidos sobre todo por la manera en la cual las políticas internas y exteriores de ambas naciones se encuentran irreversiblemente entreveradas.

“Ningún hombre es una isla”, postuló John Donne , poeta inglés de ese siglo XVII que redefinió al Estado y a la soberanía. Y ninguna nación en el siglo XXI, y menos México, lo puede ser. Ya en la década que va de los mediados de los ochenta a mediados de los noventa, México transitó de ser uno de los países más cerrados y autárquicos del mundo a uno de los más abiertos. Hoy parece que López Obrador busca revertir las manecillas del reloj, las de México y las del sistema internacional, pasando por alto que nuestro compromiso internacional más profundo debiera ser con los bienes públicos globales como con los esfuerzos por mitigar el cambio climático o la solidaridad con pueblos que en nuestra región y alrededor del mundo confrontan hoy el azote de las violaciones a sus derechos humanos, la erosión de sus libertades, la tiranía, los crímenes de lesa humanidad o el genocidio. No existe una fórmula mágica para confrontar estos retos. Pero es un hecho que las rígidas posiciones ideológicas que nutren a López Obrador -que el uso de la fuerza y la diplomacia asertiva nunca están justificadas o que las naciones deben callar y no criticar lo que ocurre al interior de las fronteras de otras naciones- son hoy injustificables. La inteligencia política y una brújula moral funcionan mucho mejor que la ideología, y son ésas dos las que deben guiar nuestra elección de compañeros de viaje, nuestras decisiones sobre cuándo y cómo actuar en el extranjero y la manera de concebir la soberanía en el sistema internacional de este siglo.

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