Parece que ha pasado una eternidad desde ese sombrío amanecer invernal del 24 de febrero, antes de que Bucha, Irpin, Kramatorsk y Mariupol se convirtieran en sinónimos de la guerra más sangrienta en Europa desde 1945; antes de que la letra Z se volviera emblemática de un nuevo fascismo en Europa y de quienes estúpidamente la replican en otras latitudes del mundo; antes de que una nueva cortina de hierro cayera sobre el continente. Hace una semana se cumplieron seis meses del inicio de la agresión premeditada e invasión injustificada de Rusia contra una nación soberana. Hoy tropas ucranianas y rusas están estancadas a lo largo de los 2,400 kilómetros de la línea del frente, atrincherándose para el invierno que se avecina. Y aunque a buena parte del mundo -algunas naciones empiezan a desviar su atención y otras empiezan a desfallecer en sus esfuerzos por apoyar a Ucrania- se le olvida la guerra, sus costos humanos y económicos, su brutalidad, sus implicaciones geopolíticas, el tsunami de refugiados, la amenaza latente de una profundización o un escalamiento, ahí siguen, no se han disipado.

Pero además está la guerra, y luego está la guerra en torno a la guerra. El asalto de Vladimir Putin a Ucrania se está librando en campos y ciudades, en el aire y el mar. Sin embargo, también se da a través de la palabra y sobre todo en redes sociales. ¿Es una guerra o una “operación militar especial”, el eufemismo favorito del Kremlin? ¿Se trata de una invasión en la que las tropas rusas han cometido centenares de crímenes de guerra en pleno siglo XXI, o es la patraña de una “intervención para evitar el genocidio” de ruso-parlantes por parte de los “nazis ucranianos”? La capacidad de Occidente, y especialmente de Estados Unidos, para ganar de manera convincente este debate radica en lo que debiera ser precisamente una de las mayores armas contra Putin: sus crímenes de guerra. Todos los datos duros, las investigaciones periodísticas y los testimonios sobre el terreno demuestran que las atrocidades han sido un patrón de conducta ruso persistente y constante. Por el bien tanto de la justicia, de un orden internacional basado en reglas, del principio de la responsabilidad de proteger como de la opinión mundial, ese argumento tiene que ser articulado con absoluta claridad moral, movilizando al lenguaje, como lo hizo en su momento Churchill, para enviarlo a la guerra.

Las terribles e irrefutables pruebas de ejecuciones extrajudiciales, torturas y bombardeos indiscriminados a civiles y viviendas, edificios de apartamentos, hospitales y refugios en Bucha y Mariupol y en las afueras de Chernihiv, Kharkiv y Sumy dan peso y urgencia a la acusación de que Putin es un criminal de guerra. La oficina de derechos humanos de la ONU ha recibido informes de centenares de ejecuciones de civiles. También ha habido múltiples informes creíbles de violencia sexual por parte de tropas rusas y de secuestros y deportación de civiles. Según Iryna Venediktova, fiscal general de Ucrania, para el inicio del verano, Rusia ya había cometido más de 7,600 crímenes de guerra registrados y documentados.

Sin embargo, Estados Unidos -que ha encabezado muchas de estas acusaciones- ha sido, durante décadas, fatalmente ambivalente acerca de los crímenes de guerra. Su propia historia de evasivas morales -sobre todo en Iraq pero también con respecto a la Corte Penal Internacional, la única institución que eventualmente podría llevar a Putin y sus subordinados ante la justicia- amenaza con hacer que la acusación de que éstos los han cometido sistemáticamente en Ucrania parezca más un arma útil contra un rival que una reafirmación de un principio universal. Incluso antes de que Putin lanzara su invasión, la Administración Biden parece haber tenido como plan usar las previsibles atrocidades rusas -basadas en el patrón previo del modus operandi del ejército ruso en Chechenia y Siria- como un arenga para movilizar al mundo democrático. Pero Washington también ha cruzado una línea cuando en abril hizo alusión a la palabra genocidio, cosa que no está ocurriendo en Ucrania. Esta exageración hace que sea demasiado fácil para aquellos que desean ignorar o justificar lo que están haciendo los rusos y descartar el cúmulo de evidencia de las atrocidades en Ucrania como exageraciones o simplemente como otro campo de batalla en la guerra de información y propaganda.

Al final del día, la prueba para cualquiera que insista en la aplicación de un conjunto de reglas es si se sujeta a esas misma reglas. La única forma de poner fin a este tipo de doble rasero es contar con un tribunal penal supranacional para llevar ante la justicia a quienes violen las leyes de la guerra, sean quienes sean y cualesquiera que sean sus supuestos motivos. Esta idea existe desde 1872, cuando fue propuesta por Gustave Moynier, uno de los fundadores del Comité Internacional de la Cruz Roja. Finalmente pareció tomar forma después de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, cuando un comité de la Asamblea General de la ONU redactó un estatuto para una corte penal. Sin embargo, este esfuerzo fue bloqueado por la URSS y sus aliados. En la década de los años noventa, la combinación del fin de la Guerra Fría, la limpieza étnica durante la desintegración de Yugoslavia y el genocidio en Ruanda dieron un nuevo impulso a la propuesta. Esto condujo a la Conferencia de Roma en 1998, a la que asistieron 160 Estados y decenas de ONG, la cual finalmente adoptó la carta constitutiva para la Corte Penal Internacional. Este estatuto entró en vigor en julio de 2002 y la CPI comenzó a funcionar al año siguiente. De los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, uno (China) se opuso a la adopción de su estatuto. Dos (Reino Unido y Francia) la apoyaron y aceptaron plenamente su jurisdicción. Eso dejó a dos países que terminaron precisamente en la misma posición contradictoria: Rusia y Estados Unidos. Ambos firmaron el estatuto de Roma: Rusia en septiembre de 2000, EE.UU tres meses después. Y ambos luego no lo ratificaron. Putin, presumiblemente debido a la condena internacional a los crímenes de guerra cometidos bajo su liderazgo en Chechenia, se negó a presentarlo a la Duma. George W. Bush se retiró efectivamente de la CPI en mayo de 2002, luego de la invasión a Afganistán e Iraq y su declaración de guerra contra el terrorismo.

Ahora, después de la invasión rusa a Ucrania, más de cuarenta estados miembros de la CPI, la mayoría de ellos europeos pero también Japón, Chile, Colombia y Costa Rica, solicitaron formalmente a la corte “que investigue cualquier acto de crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y genocidio presuntamente ocurrido en el territorio de Ucrania desde el 21 de noviembre de 2013 en adelante”. El fiscal de la CPI, Karim Khan, ha comenzado a hacer esto. De manera crucial, aunque Ucrania no es parte de la CPI, ya había aceptado la jurisdicción de la corte con relación a los crímenes de guerra en su territorio, primero en 2014 (luego de la primera invasión rusa a su territorio y la anexión ilegal de Crimea) y nuevamente en 2015, la segunda vez “por una duración indefinida”.

Le toca a Ucrania elegir que sea la CPI el organismo que investigue y procese las atrocidades rusas contra su pueblo. Esto significa que si va a haber alguna posibilidad de llevar al liderazgo ruso ante la justicia por crímenes de guerra, debe recaer en la CPI y en su legitimidad. Pero cuanto más tiempo practique la evasión y la prevaricación EE.UU con respecto a la CPI, más fácil le resultará a Putin descartar la indignación de buena parte de la comunidad internacional como histriónica e hipócrita, y más inclinados estarán otros países -como México, que se hace lelo ante esos crímenes de guerra escondiéndose desde el púlpito presidencial detrás de clichés, banalidades y equívocos de la dizque “neutralidad” o la no intervención, o falazmente argumentando que exponer o expulsar a Rusia, por ejemplo, del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y suspender sus estatus de país observador en la OEA sería “contraproducente”- a escudarse en el cinismo o la evasión.