A lo largo de la historia, Gran Bretaña ha sido una nación maestra de la sátira política. Desde Jonathan Swift en el siglo XVIII hasta los cartones de George Cruikshank en el XIX o de Gerald Scarfe en el XX y las parodias de títeres de la era Thatcher en Spitting Image, los británicos siempre han encarado la política con humor mordaz. Sin embargo, rara vez la vida imita el arte de la sátira política como lo hizo durante la gestión del primer ministro saliente del Reino Unido, Boris Johnson. Johnson siempre fue una especie de figura cómica. Desde su absurdo caso crónico de cabeza de almohada hasta su incesante encarnación arquetípica del estulto bufón de la clase alta inmortalizada por los Monty Python, Johnson logró -desde el momento en 2019 en el que arribó al número 10 de Downing Street- que su mandato quedara marcado por los costos del Brexit, la mentira extravagante y descarada, el mal manejo inicial de la pandemia y, al final, el escándalo por mentir acerca de cómo se comportó su equipo ante las políticas de mitigación del Covid-19 (a decir, con fiestas en oficinas del primer ministro), ignorando los protocolos de cuarentena que impusieron al pueblo británico.
Este verano en Gran Bretaña, en medio de la ola de calor que asoló a buena parte del sur de la isla, me tocó escuchar incesantes comparaciones entre la caída de Johnson, que ocurrió durante los días en los que me encontraba en Londres, y las audiencias en curso en el Congreso de Estados Unidos acerca de los actos sediciosos de su alma gemela en Washington. Y sin duda el paralelismo con la tragicomedia y las baladronadas de su ex homólogo al otro lado del Atlántico, Donald Trump, y entre dos países con vasos comunicantes que siempre se ven de reojo en el espejo, se cuenta solo. Las similitudes son numerosas. Con una tendencia a la prevaricación, mal cabello, una buena barriga y la sordidez, ambos abrevaron del mismo caldero de la demagogia, apoyados por chovinistas y nacionalistas, y cuya llegada al poder fue vista como funcional para los intereses del Kremlin. Al igual que la debacle de la gestión incendiaria de Trump, los tres años de Johnson en el cargo difícilmente podrían caracterizarse como un éxito. Y de manera similar a lo que ocurrió con Joe Biden en 2021, quien quiera que suceda a Johnson este septiembre heredará un país más dividido y polarizado, más ensimismado ante el mundo y más débil, especialmente en lo económico, con una potencial recesión en puerta y elevadísimas tasas de inflación.
Asimismo, es indudable que en el transcurso de décadas recientes, hay patrones y movimientos políticos e ideológicos que se replican (Reagan y Thatcher, Clinton y Blair, Trump y Johnson) a ambos lados del espejo ante el cual se posan las dos naciones. Sin embargo, también existen factores -además del idioma, como apuntó con ironía George Bernard Shaw- que separan a británicos y estadounidenses. Me aboco a dos de ellos.
Cada vez que el Reino Unido emerge de un periodo de turbulencia política, surgen llamados para que el país codifique una constitución en un documento único e inteligible como el que posee Estados Unidos. Pero aquí radica quizá un secreto, y una gran diferencia entre ambas naciones: los británicos no escapan a sus diversas crisis políticas a pesar de no poseer una codificación única de reglas y leyes; escapan a estas crisis gracias a ello. El Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte no necesitaba un conjunto de leyes escritas para deshacerse de Johnson. Aunque obtuvo el poder con la mayoría conservadora más abultada desde 1987, perdió el poder en tres años porque la mayor parte del parlamento decidió que ya no era apto para seguir en el cargo de primer ministro. La Constitución escrita de Estados Unidos no logró deshacerse de Trump a pesar de que éste enfrentó, por única vez en la historia de esa república, dos juicios políticos consecutivos porque trató de chantajear de manera facciosa a Ucrania y luego incitó una intentona de insurrección y golpe de Estado para hacerse de una elección. Cuando David Cameron convocó, y perdió, un referéndum sobre el Brexit, renunció y fue reemplazado rápidamente por Theresa May. Para muchos, esto puede parecer irrelevante. Pero, ¿qué sistema ha demostrado realmente ser más adaptable: el británico o el estadounidense? Hoy en día, la Constitución de EE.UU es venerada casi como un texto sagrado y momificado, obviando que fue un documento originado por el compromiso político caótico y, en ocasiones, profundamente inmoral entre un grupo de radicales británicos, esclavistas y secesionistas del siglo XVIII. Fue necesaria una guerra civil para introducir la Decimotercera Enmienda, que prohibió la esclavitud. Y hoy, a pesar de otra ola de violentos ataques con armas de asalto, su Segunda Enmienda parece irreformable, y un sistema electoral concebido en el siglo XVIII hoy plasma, a través del Colegio Electoral, el poder la minoría de la población del país.
Y en las guerras culturales que asolan a buena parte de occidente, y que tanto en EE.UU como en Gran Bretaña esconden lo que en el fondo es en realidad una guerra entre clases sociales, radica otra diferencia entre ambas naciones angloparlantes aliadas a uno y otro lado del Atlántico. El término “guerra cultural” se hizo popular hace 30 años. En agosto de 1992, el contendiente presidencial estadounidense Pat Buchanan dijo a la Convención Republicana que el país estaba en medio de una “guerra cultural, tan crítica para el tipo de nación que seremos como lo fue la guerra fría misma, porque esta guerra es por el alma de América”. Buchanan estaba en contra del aborto, del matrimonio homosexual, de las mujeres que desempeñan funciones de combate, de las "aguas residuales crudas de la pornografía que tan terriblemente contaminan nuestra cultura popular". Perdió la nominación Republicana, pero su mensaje cautivó a parte de la derecha estadounidense. Durante décadas, una dinámica similar parecía imposible en Gran Bretaña. El país era menos religioso que Estados Unidos. No tenía un sistema bipartidista polarizador. Pero luego llegaron los referéndums sobre la independencia de Escocia y el Brexit. Gran parte del público tuvo que elegir un bando: a favor o en contra de un país unido, irse o quedarse en la Unión Europea. Estas identidades amenazaban con ser la base de una polarización más amplia. Pero dos cosas cambiaron. Primero, la polarización por el Brexit comenzó a desdibujarse. Para cuando Gran Bretaña abandonó la UE en 2020, los británicos estaban hartos de escuchar al gobierno cacarear el Brexit. También estaban mucho menos preocupados por el tema subyacente del referéndum: la inmigración, tema que se disipó rápidamente, reemplazado por una ira más convencional por la desvergüenza de Boris Johnson. Segundo, en otros temas, las políticas identitarias de los británicos no cuadraban necesariamente con su postura sobre Brexit. No se dividieron marcadamente en líneas partidistas y sus actitudes hacia las vacunas contra el Covid-19; existe consenso sobre la necesidad de una acción frontal para mitigar el cambio climático, sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo, sobre el aborto. En esto, Gran Bretaña difiere no solo de los EE.UU, sino también de muchos países europeos. En Estados Unidos, si me dicen lo que alguien piensa sobre la inmigración, puedo decirles lo que piensa sobre el cambio climático o las vacunas.
Dicho todo esto, la Administración Biden estará midiendo con regla de cálculo que el relevo de liderazgo en Londres mantenga incólume las sólidas y proactivas posturas británicas en apoyo a Ucrania y que a la vez no surjan nuevos problemas que generen ruido para la relación, como son la cuestión de cómo pueda afectar en última instancia a Irlanda del Norte la instrumentación del Brexit y la relación con Irlanda (un tema que Biden, por sus raíces irlandesas y su involucramiento en el proceso de paz en Irlanda del Norte en 1998, sigue de manera puntual) o un potencial nuevo referéndum sobre la permanencia de Escocia en el reino. En cuanto a Trump y al Partido Republicano se refiere, la gran pregunta que la defenestración de Johnson abrió tanto en Londres como aquí en Washington es si ahora del lado estadounidense del espejo toca que se replique el rechazo por parte de la derecha del país a la demagogia, bufonería y patanería.