“Las naranjas se acomodan solitas”, solía sentenciar el embajador Jesús Silva-Herzog -con quien colaboré en la embajada mexicana en Estados Unidos en los años noventa- cuando se nos presentaba un reto complejo en los procesos de toma de decisiones del gobierno mexicano con respecto a la agenda bilateral. Y de alguna manera, las naranjas efectivamente se han venido reacomodando en las últimas semanas, por lo menos del lado estadounidense, con el arranque de la gestión de Joe Biden, el retorno a un manejo normal de la relación bilateral con México por parte de Washington y la primera reunión entre los mandatarios de ambas naciones este lunes. Como escribí hace poco en esta página de Opinión acerca del potencial y bienvenido relanzamiento de la relación que se abre con la Administración Biden, lo que no está claro aún es si el presidente mexicano aprovechará o no ese reacomodo para recalibrar sus posiciones y decisiones de política pública que impactan a la relación con EE.UU. Por el momento, los signos al respecto son aún contradictorios y, en algunos casos puntuales, parecen ir a contracorriente.

Los acontecimientos de esta última semana -y sobre todo su secuenciación en Washington- iluminan de manera nítida este dilema. Primero, Biden sostuvo su primer encuentro con otro mandatario al reunirse virtualmente con el primer ministro canadiense, Justin Trudeau. En la conversación figuraron de manera prominente los temas de cambio climático, la economía verde, las energías renovables y la eficiencia energética y la manera en la cual EE.UU y Canadá podrían generar sinergias en esos temas en foros multilaterales como el G20; los esfuerzos de mitigación y control de la pandemia y de vacunación; y la reactivación económica y la competitividad -y los retos comerciales y tecnológicos- con China. Y ambos líderes hablaron de la necesidad de reactivar la Cumbre Norteamericana, la cual no se celebra desde 2016, para abordar todos estos temas desde una perspectiva regional. Acto seguido, Biden firmó un decreto presidencial instruyendo que se efectúe un estudio acerca de las oportunidades y retos para EE.UU en sus cadenas de suministro, sobre todo con respecto a insumos como superconductores, baterías eléctricas o dispositivos médicos, y sectores esenciales y estratégicos como el farmacéutico y de salud pública, defensa, tecnología de la información, transporte, energía y producción de alimentos. Cuarenta y ocho horas después, el secretario de Estado Antony Blinken daba la vuelta de tuerca de este proceso a través de sendas reuniones virtuales con ministros del gabinete canadiense y los secretarios de Relaciones Exteriores y Economía de México, y precedido esa mañana por declaraciones de Katherine Tai, la nominada para ocupar la Oficina de Representante Comercial de EE.UU (durante su primera comparecencia de ratificación al cargo en el Senado) y de la subsecretaria adjunta interina para el Hemisferio Occidental del Departamento de Estado, en las cuales ambas dejaban patente, de manera pulcra y respetuosa pero a la vez meridianamente clara, que la nueva administración estará vigilando el cumplimiento cabal de los compromisos de México al amparo del TMEC en los temas laboral, ambiental y energético. Y finalmente, ese mismo día la Casa Blanca cuadraba el círculo -en ese retorno a la normalidad diplomática estadounidense contemporánea con las primeras interacciones de forma y fondo de un nuevo mandatario estadounidense al norte y sur con los dos socios y vecinos norteamericanos- anunciando la primera reunión bilateral con el presidente Andrés Manuel López Obrador.

Pero no se requiere ser Henry Kissinger para entender lo que todo esto implica para la relación con EE.UU ni tampoco tener clarividencia para percatarse de por qué el paradigma de nacionalismo y soberanía del cual abreva López Obrador y con el cual encara al mundo en general y a nuestro socio comercial en particular (tal y como quedó demostrado cuando respondió en su conferencia de prensa a las aseveraciones estadounidenses sobre la Ley de la Industria Eléctrica) chocará, tarde o temprano, con la manera en la cual la relación bilateral con EE.UU se ha transformado en las últimas dos décadas y media.

El presidente mexicano persiste en no querer entender que esa división a rajatabla que él concibe entre los temas de política interna y los de política exterior con EE.UU no existe. Desde hace dos décadas y media la profunda transformación de la relación bilateral -y nuestra interdependencia económica, social y estratégica- ha borrado la línea divisoria entre lo interno y lo bilateral. Los temas de política interna y los de política exterior ya no existen en compartimentos estanco separados; están entreverados y son verdaderamente ‘intermésticos’, este termino con el cual empecé a describir la relación durante mi gestión como embajador: los temas de política interna son bilaterales, y viceversa. Pretender lo contrario es no solo querer tapar el sol con un dedo; conlleva problemas de fondo en el manejo de la relación y uno que otro lance de incongruencia. Si efectivamente, como postula López Obrador, los temas de política doméstica son asuntos internos, ¿en qué tesitura se coloca cuando, por ejemplo, él o su gobierno hablan, como ya lo han hecho en días pasados, sobre medidas en Estados Unidos para impedir el trasiego de armas hacia el sur, sobre un nuevo acuerdo de trabajadores temporales o las implicaciones que conlleva la iniciativa de reforma migratoria presentada por Biden en el Congreso la semana pasada y que afectará el bienestar de cinco millones de mexicanos indocumentados en ese país? Estos son temas que al amparo de la segunda enmienda constitucional o de las leyes migratorias de ese país, configuran sin duda algunos de los temas de política interna estadounidenses más polarizantes y de trato más endiablado.

Con la secuencia de acciones diplomáticas de la última semana y media, la Administración Biden ha puesto en marcha el camión de la relación bilateral con México y del encuadre que ésta tiene con el contexto regional y global más amplio. La reactivación del Diálogo Económico de Alto Nivel entre los dos países acordada en la reunión virtual entre los dos mandatarios el lunes -y un retorno a privilegiar la re-institucionalización de la relación vía mecanismos del andamiaje bilateral- es un primer paso en la dirección correcta. Pero una vez que las naranjas se empiecen a reacomodar en la zona de carga del camión como resultado de este movimiento, cómo acabe respondiendo a ello el Presidente López Obrador determinará en gran medida el rumbo y tono muscular de la relación más importante para México en el mundo durante los próximos cuatro años.

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