En mi columna anterior describí algunas de las consecuencias que conlleva para la relación diplomática bilateral más importante que tiene México en el mundo el que el Presidente Andrés Manuel López Obrador en meses recientes estuviera tensando un día sí y otro también la cuerda de la amplia, compleja y sensible agenda con Estados Unidos. El que esa dinámica ahora incluya aseveraciones sobre la política interna y electoral estadounidense, pronunciamientos que el propio mandatario habría calificado de manera incendiaria como inadmisibles de haberse formulado por parte de actores políticos estadounidenses acerca de cómo votar en las elecciones mexicanas, solo hace de este momento en la relación con EE.UU una coyuntura de enorme fluidez y tensión, y que solo beneficia a voces extremas de ambos lados de la frontera. Pero lo que ha ocurrido desde el atril presidencial de Palacio Nacional de la Ciudad de México en las últimas dos semanas abre frentes adicionales en una agenda que se está empezando a salir de control, y está teniendo ramificaciones que van más allá de lo meramente bilateral. Ello ocurre a pesar de los esfuerzos del Presidente Joe Biden de comportarse como el adulto en la relación y mantener la relación a flote por la imperiosa necesidad de seguir garantizando el apoyo mexicano en materia de política migratoria y combate al tráfico de fentanilo.
Y es que el rifirrafe constante del presidente mexicano con EE.UU está profundizando los costos diplomáticos bilaterales para nuestro país en esta coyuntura, así como el desgaste del mandatario mexicano ante la Casa Blanca, en detrimento de nuestros intereses nacionales y estratégicos más amplios y a largo plazo en materia de política exterior. De por sí México encaraba un saldo en Washington que ya estaba en niveles bajos como resultado de las posturas presidenciales con respecto a la agresión rusa en Ucrania, el boicot a la Cumbre de las Américas, o el cobijo a Nicaragua, Venezuela y Cuba. Pero ahora la diatriba presidencial de la semana pasada en respuesta al informe anual sobre Derechos Humanos del Departamento de Estado, regurgitando la tesis conspiratoria cilindrada por Rusia de que Estados Unidos habría sido el responsable de sabotear en el Mar Báltico el gasoducto Nord Stream que provee gas ruso a Europa, ha generado una reacción de molestia profunda y extensa en la capital estadounidense. Ojalá solo tuviéramos que lidiar con las consecuencias de que cada día que pasa en este sexenio, México es visto cada vez más como un interlocutor y socio estratégico poco serio y fiable. Lo peor es que esta dinámica, en un contexto global volátil, al final del día solo abona, cara a EE.UU, los objetivos geopolíticos, estratégicos y económicos e ideológicos de tres naciones, respectivamente: China, Rusia y Cuba.
Para China, la brecha discursiva entre Washington y Ciudad de México abona a sus diseños geopolíticos al ofrecer la oportunidad de debilitar y minar la capacidad de Norteamérica de consolidarse como un polo de la transición a la economía digital con un paradigma global de competitividad basado en la sustentabilidad, resiliencia, independencia y seguridad energéticas. Para Rusia, el que se mine y socave la relación bilateral entre México y EE.UU le permite a Moscú sugerir que Washington tiene un vecino que no es su aliado, ayudándole a crear distractores -de seguridad nacional, políticos, sociales y económicos- al sur de su frontera. Como si ello no fuera suficiente, le permite seguir atizando la polarización partidista, política e ideológica al interior de esa nación rival, abonando a la narrativa de que la verdadera amenaza a su seguridad nacional proviene de la frontera con México y no de la agresión rusa en Europa del Este. Y para Cuba, un enfriamiento o distanciamiento de México
con su vecino y socio comercial norteamericano facilita su labor de anclar a un aliado que sin cortapisas abone a su narrativa “anti-imperialista” y de paso le genere sí, réditos ideológicos, pero sobre todo económicos, particularmente con respecto al acceso a energía y exportaciones agropecuarias subsidiadas. El que además de manera creciente inteligencia cubana esté jugando un papel en proveerle al presidente mexicano lo que un CISEN eviscerado y disfuncional ya no puede generarle al Estado mexicano, es un gana-gana para La Habana.
Para botón de muestra de lo anterior, bastan dos ejemplos. No fue coincidencia que a las 24 horas de las declaraciones del Presidente López Obrador atacando al “departamentito” de Estado y acusando a Biden de haber saboteado a Nord Stream, diversas embajadas rusas alrededor del mundo, sobre todo en Latinoamérica y África, difundieron desde sus cuentas de redes sociales la descalificación a la cancillería estadounidense y medios oficiales vinculados al gobierno chino replicaron lo dicho por el mandatario mexicano con respecto al gasoducto.
Bien puede haber muchos que en México aplaudan las implicaciones de todo lo anterior, ya sea por razones ideológicas -trasnochadas- o por que crean -de manera miope- que estratégicamente conviene a nuestros intereses nacionales ese desacoplamiento con EE.UU. Pero entonces tienen que tener claro que las premisas sobre las que se ha asentado la relación con EE.UU desde la suscripción del TLCAN -y ahora con el TMEC- y la agenda norteamericana serán insostenibles yendo hacia adelante. No se puede chiflar y tragar pinole a la vez: México no puede estar picándole el ojo constantemente a EE.UU y a la vez asumir que los beneficios que le ha traído al país la vertebración comercial y económica con Estados Unidos -cosa que el propio López Obrador entiende y valora, como lo demuestra su decisión de apoyar la conclusión exitosa de la renegociación del TLCAN durante su campaña presidencial y la transición en 2018- continuarán sin afectación.
No cabe duda que en esta dinámica -que no ayuda ni a México ni a EE.UU y en la cual pierden ambas naciones- se diluye una de las oportunidades estratégicas más importante que ha enfrentado México desde 1994 cuando entró en vigor el TLCAN, de esas oportunidades que solo llegan una vez cada generación: la consolidación de una región norteamericana más sinérgica, más competitiva, más prospera, que abona al bienestar y seguridad de sus tres naciones, y en la cual oportunidades y retos trasnacionales derivan en respuestas y soluciones trasnacionales. Pero estos últimos episodios del estilo personal de política exterior -si eso califica como tal- presidencial reflejan un dilema que va más allá de la relación con nuestro vecino y principal socio comercial. En el escenario internacional, las baladronadas y el discurso imprudente tienen consecuencias. Amén del completo desinterés en la política exterior, desconocimiento profundo de las relaciones internacionales y la dieta rica en desinformación de RT y Sputnik que alimentan las mañaneras del presidente, el crecimiento del populismo geopolítico desde el atril presidencial pone en evidencia la triste atrofia moral de un mandatario y de una parte de la izquierda decimonónica y regresiva que le rodea en Palacio Nacional, articulada en conceptos dogmáticos y atávicos sobre Estados Unidos, Rusia u “Occidente” y que no apuesta por el refuerzo de las democracias y sociedades abiertas, plurales, tolerantes y que abonan a bienes públicos globales. Y aquí sí que México pierde solito.