En diciembre de 1952 ocurrió la peor catástrofe de contaminación en la historia de Gran Bretaña. Conocida como la Gran Niebla de Londres, fue tan densa y tóxica que mató a más de 12,000 personas en apenas cuatro días. Ahora, 67 años más tarde, un nuevo fenómeno -éste de índole política y crecientemente constitucional- amenaza, como resultado del impasse en torno a la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea, la salud democrática británica. Hoy el país enfrenta una disyuntiva de proporciones existenciales no vista quizá desde que Winston Churchill y el pueblo británico alzaron, aislados y solos, una “V” de victoria desafiante ante la aplanadora nazi que en 1940 se había adueñado de Europa.

Observar desde lejos un país en el que uno vivió de pequeño es un ejercicio preñado de nostalgia, pero ahora, en el caso del RU y la batalla del Brexit, está a la vez determinado por la preocupación inevitable con el presente de la vida pública y el ejercicio democrático en varias otras latitudes: del otro lado del canal de la Mancha con la Europa continental, en Estados Unidos -donde radico en este momento- e, ineludiblemente, en nuestro país.

Al igual que los automóviles, dispositivos personales o el cuerpo humano, las democracias tienen que recibir atención preventiva periódica y repararse de vez en cuando para que funcionen bien. Hoy, millones de ciudadanos en el mundo, sobre todo en EU y Europa, se sienten impotentes y sin representación en sistemas políticos y económicos que responden inadecuadamente a sus necesidades. La desconfianza en instituciones que alguna vez fueron amplia y profundamente respetadas es generalizada, y se está poniendo de moda hablar de una “recesión democrática” -o peor- en las sociedades occidentales. Las democracias pueden morir, de eso no hay duda alguna. Pero también se pueden modernizar y restaurar a buen funcionamiento, aunque a veces ya no sea a un estado de salud permanente y perfecto. Mucho depende del diagnóstico y de los remedios propuestos. Y hoy, más allá de si encuentra cómo cuadrar el círculo con el referéndum de hace tres años y las implicaciones que tendría para el RU -y para Europa y el mundo- la debacle de un Brexit “duro” (es decir, sin acuerdo), la pregunta toral para Londres es si dados los acontecimientos de las últimas semanas, el sistema parlamentario y constitucional puede ser la medicina para evitar que la democracia británica se salve o si enquistado en la política del momento está ya el tumor que pudiera resultar en punto de inflexión para uno de los sistemas más antiguos y acabados de democracia liberal en la historia.

Hasta hace poco, la constitución del RU, de larga data, parecía ser robusta. Los gobiernos iban y venían, pero los principios fundacionales del Estado permanecieron incólumes. La reina (o rey) era soberana, el parlamento era supremo, los jueces juzgaban y los ministros decidían. Había que volver la vista a la década de 1680 para toparse con la última agitación y crisis constitucionales de fondo, al menos en lo que toca a Inglaterra. En el sistema británico, el equilibrio de poder radica, en términos generales, en la observancia y cumplimiento generalizados de una serie de normas y convenciones, más que en la codificación dereglas inamovibles. La batalla del Brexit, más allá de qué -y quién- lo originó y de si uno está o no de acuerdo con la propuesta de que el RU abandone el andamiaje de la UE (https://www.eluniversal.com.mx/entrada-de-opinion/articulo/arturo-sarukhan/nacion/2016/06/15/el-autogol-britanico), está enfrentando al Parlamento con el gobierno, y en el proceso cuestionando también de manera fundamental la constitución del país, potencialmente socavando de paso su sistema de monarquía constitucional. Y si hay una victima de este caos político y parlamentario es un sentimiento palpable de erosión del contrato social británico y sus costumbres y límites mutuamente aceptados y asumidos como un bien público común. A medida que continúa el pulso entre un ejecutivo que está decidido a que el RU abandone la UE el 31 de octubre sí o sí, y una legislatura que parece no estar dispuesta a permitir que el Brexit se de al margen de un acuerdo con Bruselas, aumentan los temores de que la nación se encamine tanto hacia una crisis constitucional -ampliando el papel de los tribunales en el arbitraje sobre asuntos constitucionales que anteriormente se habían dejado al albedrío político- como existencial, con la cohesión del Reino Unido en juego. La historia de lo que es ahora el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte está plagada de ejemplos de cómo las identidades y lealtades han cambiado y permutado con rapidez sorprendente. El Brexit, y ya no digamos un Brexit duro- posiblemente resultaría en reajustes constitucionales fundacionales con Irlanda del Norte y Escocia, aunque en Gales ganaría seguramente el sentimiento unionista por un estrecho margen.

En medio de las tormentas del populismo autocrático de derecha o izquierda, las victorias democráticas son especialmente preciosas, y en este momento el Parlamento británico se ha erigido en baluarte democrático. Hasta ahora, el Reino Unido ha sido bendecido por la fe en instituciones públicas que le permitieron combinar un sector privado vibrante con un Estado mayormente eficaz anclado en sólidos tribunales, su Parlamento y el impresionante servicio civil apartidista, con un sector tecnológico y de investigación muscular, buen transporte público y atención médica universal. Pero hoy pareciera que sólo queda un camino para salvaguardar la legitimidad política, institucional y constitucional –y ya no digamos la estabilidad económica- del país: hay que reconectar con la sociedad, de una manera creativa y flexible cara al gran reto de reforma y renovación por delante. Un segundo referéndum sobre Brexit debería ser parte ineludible de ese proceso.

Consultor internacional

Google News

TEMAS RELACIONADOS