Por si Estados Unidos -y el mundo- necesitaba un recordatorio de que un conjunto bastante numeroso de estadounidenses está completamente en desacuerdo con otro conjunto muy numeroso de estadounidenses, la semana pasada ofreció otra muestra más de qué tan tribalizada se encuentra esa nación. De hecho, muchos consideramos que desde los años previos a la Guerra Civil que la asoló a partir de 1861, las divisiones internas en el país nunca habían sido tan agudas como ahora.
El arresto de Donald Trump en la ciudad de Nueva York el martes, cuando fue acusado de 34 cargos por delitos de falsificación de registros y transacciones comerciales vía su empresa con relación a pagos secretos a la actriz porno Stormy Daniels para comprar su silencio en la campaña presidencial de 2016, estuvo marcado por mítines, análisis y cobertura mediática diametralmente opuestos. Para la extrema derecha -y para el presidente mexicano, aparentemente- los cargos fueron un ultraje, una farsa, una cacería de brujas; evidencia del “Estado profundo”, un abuso de poder político y prueba de que el “sistema” estaba tratando de silenciar a su hombre. Para los opositores del ex mandatario, justicia: retribución justa, por fin, para un hombre que enfrentó acusaciones de ilegalidad, corrupción, nepotismo y uso faccioso del poder durante su presidencia y, de hecho, durante décadas antes de eso como empresario. De manera previsible, una encuesta Quinnipiac levantada con días de antelación al emplazamiento legal de Trump en la Corte de Distrito de Manhattan encontró que la reacción a sus tribulaciones legales difería diametralmente entre votantes Demócratas y Republicanos. Entre los Demócratas, 89 por ciento opinó que los cargos contra Trump eran muy serios o algo serios. Solo el 21 por ciento de los Republicanos pensaba lo mismo. Cerca del 88 por ciento de los encuestados que se identifica como Demócrata opinó que los cargos penales presentados contra Trump deberían descalificarlo para postularse de nuevo como candidato presidencial. Solo el 23 por ciento de los que se identificaron como Republicanos compartían la misma postura. Entre los Republicanos, el 73 por ciento piensa que el expresidente, primero acusado dos veces en un juicio político legislativo mientras ejercía el cargo y ahora penalmente, con cargos criminales, ha tenido un impacto positivo en el GOP. Los Demócratas claramente no están de acuerdo: 93 por ciento piensa que la influencia de Trump ha sido muy negativa.
En un discurso incoherente en su casa en Florida horas después de que le leyeran a un Trump pétreo y con la quijada trabada los cargos que enfrenta, éste arremetió contra básicamente todos aquellos que no traen puesta la repulsiva gorra roja de “Make America Great Again”, afirmando que “nuestro país se está yendo al infierno” y acusando a los “locos de la izquierda radical” de tratar de torpedear su candidatura a la presidencia. Afuera de la corte de Manhattan el martes, y en las redes sociales, no sorprendió escuchar a sus simpatizantes repetir como muñecos de ventrílocuo las patrañas de Trump. Tampoco ayuda que medios de comunicación de la derecha sigan propalando mentiras y desinformación sobre las elecciones y la oposición a Trump. La semana pasada, algunos fueron tan lejos como para insinuar recurrir a la violencia, como el infame Tucker Carlson de Fox News, diciéndole a su audiencia que "probablemente no sea el mejor momento para renunciar a sus AR-15", el rifle semiautomático que trágicamente se ha utilizado en múltiples tiroteos masivos recientes.
Y es difícil ver un camino para salir de la profunda polarización que vive el país, en parte porque la división se debe a cuestiones que van desde la raza e identidad a la cultura. Cada vez hay más pruebas de que la mejor variable predictora del apoyo a Trump, además de la filiación partidista genérica, no es lo que se opina sobre el rumbo de la economía del país sino el resentimiento racial entre votantes blancos, avivado por un grupo de legisladores nativistas de ultra derecha en la Cámara de Representantes como los impresentables Marjorie Taylor Greene y Matt Gaetz. La división representa peligros reales en EE.UU, más allá de la ya evidente erosión de la fe en la integridad electoral e institucional, la polarización y el estancamiento político y una sociedad reñida entre sí. En los dos años transcurridos desde que Trump dejó el cargo, las encuestas han demostrado que uno de cada tres estadounidenses, incluido el 40 por ciento de los Republicanos, cree que la violencia contra el gobierno a veces está justificada: es un número que está en su punto más alto en cuatro décadas.
El juicio contra Trump no está exento de potenciales autogoles. Nada daña más a este mercachifle que ignorarlo y negarle el oxígeno de la atención pública y mediática. Y la gran mayoría de los medios cubrieron su arribo a la corte como si fuese el aterrizaje de un ovni. El fin de semana previo a su comparecencia ante el juez, en 48 horas su campaña recaudó a lomos del martirologio trumpiano cinco millones de dólares, la mayor parte en donaciones pequeñas de sus simpatizantes de a pie. Y en encuestas de careos potenciales para la nominación Republicana, Trump -con el viento en popa que le genera ante su base el juicio, así como los errores de cálculo político de Ron DeSantis- se ha venido despegando cada vez más del gobernador de Florida, su principal contrincante en este momento. Pero el juicio también conlleva escollos reales para el ex mandatario. De entrada, y dadas sus abiertas amenazas en contra del juez y el fiscal de distrito, no es descabellado que le impongan una mordaza legal respecto al juicio, lo que acotaría su capacidad de sacarle raja narrativa al proceso. Si bien una gran número de Republicanos abreva de la narrativa trumpiana de persecución política, la mayoría del electorado no advierte lo mismo. Un sondeo Marist/PBS levantado la semana anterior a la comparecencia ante el tribunal mostró que 56 por ciento de todos los encuestados opina que las investigaciones que enfrenta el primer presidente de EE.UU en ser acusado de un delito -incluyendo su intento por revertir el voto en Georgia, su presión para que el Senado anulara los votos del Colegio Electoral en 2020, su espoleo al asalto sedicioso del Congreso el 6 de enero de 2021 y la sustracción de documentos confidenciales encontrados en su residencia- están justificadas. Más significativamente aún, ese número incluye al 51 por ciento de los que se identifican como votantes independientes, y 61 por ciento de todos los encuestados dijeron que no querían que Trump fuera electo presidente en 2024. Y dada la hoja de ruta del juicio, es muy probable que cuando éste inicie, hacia diciembre o enero del próximo año, Trump tendrá que estar con un ojo al gato y otro al garabato: compareciendo en una corte a la vez que arranca oficialmente la primaria Republicana.
Ahora bien, nada de lo anterior puede ocultar una verdad palmaria: la erosión de uno los mitos fundacionales del llamado “excepcionalismo” estadounidense. En una nación supuestamente de leyes, no de personas, la aplicación de esas leyes ante una genuina emergencia democrática ha demostrado ser ponderosamente lenta, permitiendo que un líder que trató de mantener las riendas del poder de manera ilícita esté en posición de volver
a ser un contendiente por una nominación presidencial. La historia ofrece ejemplos notables de dictadores que llegaron al poder mediante elecciones, pero es difícil pensar en ejemplos de uno que intentó y fracasó hacerlo desde el poder mediante un golpe de Estado y a quien el sistema político y la ciudadanía, prácticamente encogiéndose de hombros, le ofrecieron la oportunidad de volverlo a intentar. En última instancia, lo que se está poniendo a prueba en estos procedimientos legales en contra de un ex mandatario son los pilares sobre los que se sostiene o se derrumba la democracia estadounidense: el poder de la verdad; la ceguera de la justicia ante rango, apellido, riqueza o cargo; y lealtad a la Constitución. Lo de menos es este particular aspirante a autócrata egomaníaco, delirante y sucio: si esos pilares se agrietan y se colapsan, el experimento democrático estadounidense, tal y como lo hemos conocido, seguramente está acabado.