Tras 15 años de intentos fallidos por lograr una reforma migratoria integral en Estados Unidos, la Administración de Joe Biden está apostando no solo a cumplir su promesa de campaña y restaurar la reputación del país como un “faro en el mundo” para migrantes y refugiados, sino a destrumpizar y exorcizar esa política de medidas xenófobas y nativistas impulsadas durante los últimos cuatro años. Hace un mes, el presidente y los Demócratas presentaron en ambas cámaras del Congreso una iniciativa de ley que busca, por encima de todo, sacar de la penumbra a 11 millones de personas que viven en el país sin estatus legal, abriéndoles de paso un eventual camino a la ciudadanía, además de incluir otras disposiciones para los llamados “soñadores” —los jóvenes Dreamers— que llegaron de pequeños de la mano de sus padres de manera indocumentada al país y para jornaleros agrícolas, flexibilizaría las reglas sobre trabajadores calificados, estudiantes y familiares de residentes permanentes legales y adoptaría nuevos techos de visas para distintas calidades migratorias. Además, en un contexto donde las palabras importan y tienen consecuencias y las narrativas pesan, el proyecto de ley eliminaría la palabra “alien” en el código de inmigración y la reemplazaría con el de “no ciudadano”.

Al leer esto, muchos de ustedes seguramente se preguntarán, ¿y cuál es la novedad, si ya ha habido intentos de reforma migratoria integral en el pasado reciente? Hay tres diferencias fundamentales, nada triviales. La primera es que a diferencia de sus predecesores, George W Bush y Barack Obama, que se esperaron hasta sus segundos periodos presidenciales para impulsar una reforma migratoria integral (2007 y 2012, respectivamente), Biden lo ha hecho prácticamente desde el arranque, buscando aprovechar el mandato de las urnas, el oprobio generalizado que generaron la gran mayoría de las medidas antiinmigrantes del inquilino previo de la Casa Blanca y las mayorías -estrechas pero mayorías al fin y al cabo- en la Cámara de Representantes y el Senado, circunstancia que bien podría cambiar en 2022 con las elecciones intermedias. La segunda es que, a diferencia de las dos intentonas legislativas anteriores, ambas bipartidistas, una impulsada por los senadores Ted Kennedy y John McCain en 2007 y la otra en 2012 por cuatro senadores Republicanos y cuatro Demócratas, la iniciativa de ley presentada por la administración no lleva copatrocinio de legislador alguno del GOP. Incluso, ninguno de los temas sacrosantos para este partido en los debates previos acerca de la reforma migratoria —sobre todo, medidas físicas de seguridad en la frontera con México y un programa de trabajadores agrícolas temporales— están incorporados en el texto, rompiendo con ello el equilibrio que siempre se había procurado establecer entre Demócratas y Republicanos, poniendo sobre la mesa el otorgamiento de un estatus migratorio a los 11 millones de indocumentados, clave para los primeros, a cambio de un programa de circularidad laboral temporal, sobre todo para el campo, esencial para los segundos. Y tercero, en paralelo a esta iniciativa de ley integral que incluye casi todos las aristas clave para dar un golpe de timón a la política migratoria estadounidense que había estado en vigor (con excepción del cuatrienio que concluyó) desde 1986 cuando se dio la última reforma en la materia en el país, los Demócratas están decididos a cortar la salchicha migratoria en pequeños pedazos de política pública para cada uno de los temas centrales de reforma, como son legalizar a los Dreamers o a los trabajadores esenciales, por si acaso la legislación integral, como es posible, vuelva a encallar por la oposición Republicana, como en 2007 y 2012.

Los Demócratas, y el propio Biden durante su campaña primaria, acicateado por rivales y ex colegas de la Administración Obama como Julián Castro, parecen haber aprendido y procesado la lección del error táctico cometido por el entonces presidente al pensar que posturas de mano dura en la deportación de migrantes indocumentados lograrían generar el apoyo de los Republicanos a los otros aspectos (sobre todo la legalización de los 11 millones de indocumentados) de la iniciativa de ley, sin entender que un GOP crecientemente radicalizado en materia de inmigración solo se dedicaría a mover hacia atrás las porterías, dejando a Obama con una política de mano dura en materia de deportaciones sin nada a cambio. Esto explica, primero, por qué la iniciativa actual de ley de Biden postula una política de deportaciones más focalizada, con las autoridades dirigidas a concentrarse en personas con estatus irregular que representen una amenaza a la seguridad y no en arrestar y expulsar a cualquier indocumentado, o el cálculo del presidente que estriba en que si los Republicanos quieren ver en la iniciativa, por ejemplo, un programa de trabajadores temporales, se van a tener que sentar a la mesa a negociar con la bancada Demócrata y la Casa Blanca, y que si ello no ocurre, recurrirán a instrumentos y acciones legislativas como la reconciliación de leyes para —sin la necesidad de contar con los 10 votos Republicanos que, sumados a los 50 voto Demócratas se requieren en el Senado para aprobar legislación— reformar el marco regulatorio pedazo por pedazo. Esto por cierto explica también por qué si el presidente mexicano hubiese hecho mínimamente la tarea, previo a su primer encuentro virtual con su contraparte estadounidense, o entendiese los contornos del debate migratorio en EU, no habría hablado de pedirle a Biden un “nuevo programa bracero”. Ese programa de dos décadas a partir de los años cuarenta no solo conlleva connotaciones muy negativas para los sindicatos y la bancada Demócrata, sino que su no inclusión en este momento en la iniciativa de ley es una decisión estratégica para forzar a los Republicanos a sentarse a la mesa a negociar con la Casa Blanca.

Y en momentos en que vuelve a elevarse de manera muy importante el flujo de migrantes no autorizados, sobre todo de menores no acompañados, a través de México, espoleados por los grupos criminales que han desplazado a la gran mayoría de los grupos de polleros tradicionales en la región, lo que está en juego para la agenda con México y para nuestros connacionales en EU es significativo. No se trata solamente del tono muscular de la cooperación y la reactivación del principio de responsabilidad compartida que es esencial en esta relación bilateral. De los aproximadamente 1.7 millones de jóvenes Dreamers que podrían ser elegibles para la protección, se estima que 780 mil son mexicanos. Entre 1.1 y 5.6 millones de migrantes indocumentados podrían caer —dependiendo de cómo se definan empleos esenciales— bajo este rubro y hay cerca de 2.4 millones de jornaleros agrícolas que están de manera indocumentada —sin la visa H2A, para trabajadores agrícolas temporales— que podrían ser beneficiados. Adicionalmente, se estima que hay 1.4 millones de migrantes indocumentados casados con un ciudadano o residente legal permanente, y que hasta 1.7 millones tienen un patrocinador de visa y por ende podrían obtener la “green card”, o que cerca de 3.4 millones de migrantes indocumentados son padres de familia con hijos nacidos o residentes en EU y viven en el país desde hace más de 5 años. Se dice fácil, pero los 5 millones de migrantes indocumentados mexicanos en el país se encuentran repartidos en todas estas categorías.

Pero lo que está en la balanza para el resto del mundo es mayúsculo también. Una reforma, o una serie de reformas, por el país aún más poderoso del mundo en materia de migración ayudaría a detener el efecto dominó que Trump podría haber detonado en otras regiones del mundo. Como un ejemplo moral a otras naciones, sería clave; pero como un impulso a paradigmas más ilustrados sobre movilidad laboral y refugio, podría ser decisivo cara a las próximas décadas, con un mundo que parece estarse enconchando y replegándose detrás de fronteras nacionales. Por muy entrampada que se encuentre, la globalización aún padece de más obituarios que problemas. Si Biden logra dar finalmente el campanazo, cosa que se sigue antojando políticamente difícil en un país polarizado y tribalizado, tendría repercusiones positivas cruciales que se dejarían ver ya no digamos en México, sino alrededor del mundo.

Consultor internacional.
@Arturo_Sarukhan

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