El libro de memorias de Mike Pompeo -ex director de la CIA con el arranque de la Administración Trump y el segundo secretario de Estado después de que Rex Tillerson aventara la toalla a poco más de un año en el cargo, y uno de los sicofantes, matraqueros y facilitadores del ex mandatario estadounidense y de su vandalismo político y diplomático- es, de principio a fin, un ejercicio de chovinismo y cinismo sin adulterar, encaminado a elevar el perfil de su autor ante la base de ultraderecha de su partido y posicionarlo como un potencial contendiente para la nominación presidencial Republicana en 2024. El libro, publicado la semana pasada, pasará sin pena ni gloria en los anales de testamentos políticos de quienes han despachado en el piso 7 del Departamento de Estado. Pero no obstante, enmarca sin duda la consolidación de un patrón que debiera estar haciendo que México -y su actual gobierno- se pusiesen las barbas a remojar.
Más allá de los pasajes que no revelan nada que no supiésemos ya desde 2019 acerca de cómo el gobierno de Trump hizo que el presidente López Obrador doblara la rodilla ante la amenaza de aplicarnos aranceles punitivos si México no aceptaba recibir migrantes centroamericanos deportados desde Estados Unidos así como la subcontratación de su política migratoria, las memorias de Pompeo contienen la semilla de una narrativa harto peligrosa para México y para la agenda bilateral con su vecino y socio diplomático más importante en el mundo.
Al referirse en sus páginas a las amenazas latentes para la seguridad nacional de EE.UU, Pompeo afirma que el “siguiente 9/11” -un nuevo ataque terrorista al interior del país- provendría de México, abonando a las actuales tesis Republicanas de que la frontera con México, en contraste con Rusia y los esfuerzos de Biden por contener la agresión transfronteriza de Putin, es la principal amenaza a la seguridad estadounidense. Agrega que partes importantes del país ya no son controladas por el gobierno central. “Hay fuerzas de milicia bien armadas -los ejércitos privados de los sindicatos del crimen mexicanos- que imponen sus leyes criminales sin la interferencia del gobierno” en “espacios no gobernados” del territorio nacional. “México como refugio y lugar desde donde podrían lanzarse operaciones terroristas al interior de EE.UU es un escenario real en los próximos 10 años”, concluye Pompeo.
El libro abona al prisma a través del cual el Partido Republicano en particular ve la relación con México. Sin duda parte es reflejo condicionado del éxito entre los sectores más extremos del GOP del alcahueteo político de nuestro país encarnado por Trump desde 2015 en su camino a la Casa Blanca. Pero también se da en el contexto de una lectura crecientemente negativa en torno a las políticas de seguridad pública del actual gobierno mexicano y de sus implicaciones para nuestros vecinos. Primero, hay que recordar que ya en octubre pasado, el congresista texano -Mike McCaul- que hoy, con la mayoría Republicana en Cámara de Representantes, se ha convertido en el nuevo presidente del poderoso Comité de Relaciones Internacionales de ese recinto legislativo, afirmó que la política de seguridad pública del presidente mexicano es la principal amenaza a la seguridad nacional estadounidense. Segundo, el mismo día que el libro de Pompeo aparecía en estantes de librerías, dos Representantes Republicanos y veteranos ambos de la intervención estadounidense en Iraq, Dan Crenshaw de Texas y Mike Waltz de Florida, presentaron una iniciativa de ley en el Congreso que autorizaría -e instaría- a Biden a usar fuerza militar contra nueve grupos criminales trasnacionales mexicanos, y en el cual comparan al CJNG y a la organización de Sinaloa con el grupo terrorista ISIS. Tercero, esa misma semana, los medios de la derecha conservadora en EE.UU se dedicaron a cilindrar que la Patrulla Fronteriza había detenido en diciembre a 17 individuos en la lista de terroristas sospechosos en la frontera con México, con lo cual el total de individuos bajo sospecha de tener potenciales vínculos con grupos terroristas ascendería según esto a 38 durante el año fiscal en curso (en EE.UU el año fiscal corre de octubre a octubre). Y cuarto, el actual Secretario de Estado, Tony Blinken, tuiteó el jueves que había llamado a su homólogo mexicano, el canciller, para instar a México a redoblar sus esfuerzos para confrontar y disminuir el tráfico de fentanilo desde territorio nacional hacia EE.UU (la epidemia del abuso de este opiáceo se ha cobrado la vida de más de 110 mil estadounidenses en los últimos 12 meses). Al buen entendedor (o a quien sepa identificar el hilo conductor que une a estos cuatro temas con la publicación de las memorias de Pompeo), pocas palabras.
Habrá quienes argumenten con razón que estas señales ni son particularmente nuevas ni representan un nuevo patrón de percepciones de un sector amplio de la opinión pública -y política- estadounidenses. Es cierto. En el pasado, sobre todo en momentos de aumento de la violencia en respuesta a los esfuerzos gubernamentales para confrontar al crimen organizado, ya se había hablado de México como un “Estado fallido” y de zonas del país como espacios “no gobernados” (de no gobernados no tienen nada, de hecho; simplemente están gobernados de maneras que no nos gustan y que socavan al Estado). Varios legisladores e incluso administraciones (de buena fe, como la de Obama, buscando descorchar mayores recursos para apoyar a México) también habían sugerido en el pasado designar a grupos narcotraficantes como organizaciones terroristas (con todos los errores conceptuales que ello conlleva y las consecuencias que generaría para las relaciones diplomáticas, económicas, financieras y comerciales con EE.UU).
Pero hoy la combinación de factores políticos internos en EE.UU con la realidad de lo que ocurre sobre el terreno en materia de seguridad pública y capacidades de control territorial en México está cambiando cualitativamente la ecuación. De entrada, está la brutal polarización ideológica y partidista, con el Partido Republicano -y sus actores políticos relevantes- buscando alcahuetear la narrativa trumpiana de México y su frontera norte como una amenaza a la seguridad estadounidense (no importa que esos 38 encuentros con individuos en la lista de personas relevantes detenidos por la Patrulla Fronteriza representan apenas el 0.0024% de todos los individuos detenidos en 2022 y que la mayoría ni siquiera son en sí terroristas o terroristas potenciales), y buscando arrinconar a Biden electoralmente en el tema, caracterizando a su administración como “blanda” en su relación con México. Pero hoy hay actores gubernamentales, legisladores de ambos partidos y analistas en Washington crecientemente convencidos de la gran debilidad estructural que sigue caracterizando la actuación del actual gobierno mexicano contra el crimen organizado y nuestros enormes y crecientes déficits en términos de capacidades institucionales en esta materia, los cuales además no podrán subsanarse en el corto plazo a raíz del paradigma y las políticas del actual gobierno mexicano y la creciente convicción de que en algunos estados y municipios, el crimen organizado crecientemente cuenta con más apoyo de las autoridades. Tenemos por ende ante nosotros un diagnóstico endiabladamente complejo para la relación bilateral, en momentos en los que ambas naciones se encaminan a procesos electorales presidenciales simultáneos en 2024. Es en este contexto que esta semana pasada de publicaciones, iniciativas, posicionamientos y acontecimientos deja de ser anecdótica y debe leerse -y entenderse- bajo otra luz: una que es roja y parpadeante.