Estados Unidos está ya a menos de 100 días del caucus de Iowa, el arranque formal de las primarias y del proceso electoral presidencial. Y más allá del encarnizado y polarizado debate sobre el proceso de juicio de destitución contra el presidente, el saldo de su gestión o el proceso de nominación del Partido Demócrata, hay un tema que ha estado sobrevolando la contienda electoral durante meses, que se encuentra en el corazón de la debacle de la elección de 2016, que será determinante en la contienda de 2020 y que es fundamental para el futuro político de EU y de otras naciones alrededor del mundo.

Facebook se ha convertido para la salud democrática en un proverbial canario en la mina de carbón. En la memoria de todos está el precedente de 2016, cuando entre la campaña de Donald Trump y el aparato de inteligencia oficioso de Rusia utilizaron el enorme poder de Facebook para diseminar desinformación, polarizar y desmovilizar el voto Demócrata en circunscripciones clave. En paralelo al escrutinio que ese capítulo oscuro sigue generando, se ha abierto, tanto en Europa como ahora en EU, un debate encarnizado en torno al papel de los gobiernos en regular plataformas tecnológicas y redes sociales. Una generación de empresas que se volvieron poderosas, exitosas y omnipresentes mientras los gobiernos las dejaban hacer y deshacer en aras de la creatividad y vitalidad de la industria, ahora están enfrentando un movimiento pendular hacia mayor regulación y control. Además, las primeras señales sobre lo que se puede esperar de Facebook en 2020 empiezan a prender focos rojos. Primero, la campaña de Trump publicó un anuncio en la red con datos burdamente falsos sobre Joe Biden. Alertado sobre este hecho, Facebook dijo que no iba a retirar el anuncio porque no incumplía su normativa. La campaña de la senadora Elizabeth Warren decidió entonces publicar un anuncio con información falsa para poner en evidencia a Facebook. La plataforma lo aceptó sin chistar.

De todas las críticas que ha recibido Facebook en las últimas semanas, quizá la más palmaria sea la que provino de sus propios empleados. “La desinformación nos afecta a todos”, escribieron alrededor de 250 de ellos en una carta a los directivos de la empresa y divulgada el pasado 28 de octubre. “Permitir la desinformación pagada en la plataforma”, dicen en ella -en clara alusión a la agresiva campaña de Trump desplegada en la plataforma- “manda la señal de que nos parece bien beneficiarnos de campañas de desinformación deliberada por parte de aquellos que aspiran a ocupar cargos públicos”. La carta llegaba al final de un mes especialmente difícil para Facebook. A principios de mes, la justicia europea dictó una sentencia de consecuencias aún desconocidas -dado que no está del todo claro cómo se le puede obligar a cumplir a la empresa- según la cual cualquier país de la Unión Europea puede obligar a Facebook a retirar en todo el mundo mensajes que sean declarados ilegales. Unos días antes del cañonazo sobre la borda de sus propios empleados, Mark Zuckerberg, fundador de Facebook, había dado un discurso en la Universidad de Georgetown sobre su plataforma y la libertad de expresión que fue ampliamente denunciado por minimizar el papel que aquella ha tenido en propalar desinformación y mensajes incendiarios. Luego, en una audiencia en el Congreso, fue exhibido por la congresista Alexandria Ocasio-Cortez cuando lo atornilló con una serie de preguntas acerca de dónde estaban los límites a lo que esa red social permitía o no publicar. Y la puntilla vino cuando Jack Dorsey, uno de los fundadores de Twitter, anunció que esa red social dejaría de publicar anuncios de campañas políticas. Todo esto exhibió a Zuckerberg, que no entiende -o no quiere entender- el contexto más amplio en el que hoy opera su plataforma. No es muy difícil comprender que todo periódico, sitio de noticias o estación de TV o radio que tenga un mínimo sentido de responsabilidad hacia sus usuarios tendría que negar la publicación de un anuncio que es patente y verificablemente falso. Este punto ciego sería preocupante viniendo de cualquier medio. Pero proviniendo de una de las personas más poderosas en el internet, y por ende en el mundo, y que sea sorda al “efecto Facebook” en el Brexit, la elección

de 2016, o la violencia en Sri Lanka y el genocidio contra los rohingyas, por citar algunos ejemplos deplorables, es mucho más peligroso. Si Facebook fuese una religión, sería la fe más grande del mundo, con poco menos de un tercio del planeta vinculado a una red controlada en gran parte por un solo hombre.

La libertad de expresión y la diseminación de publicidad pagada no son la misma cosa. Facebook ha dicho que no quiere ser árbitro de la publicidad política; Twitter ha sugerido una solución: salirse del juego. Pero no cabe duda que la publicidad política en línea, con una gran cantidad de datos personales que permiten que los mensajes sean microdirigidos, se ha convertido en una de las herramientas más poderosas en el arsenal electoral. Y además, una que reditúa: se estima que cara a la elección en EU, $1.6 mil millones de dólares serán gastados en plataformas como Facebook o Google. Desde mayo de 2018, Facebook ha cobrado $857 millones de dólares en anuncios políticos y la campaña de Trump lleva hasta el momento gastados en esa red $15.7 millones. Los últimos años han demostrado que cuando se permite que lo dañino se desarrolle de manera desenfrenada en redes sociales, lo útil -en este caso, el internet y su potencial democratizador- queda desplazado. El margen existente para la desinformación o la mentira descarada, y el hecho de que la publicidad a menudo cae fuera de las regulaciones aplicadas a la televisión, la radio y los periódicos, sugiere que las redes sociales requieren de una supervisión urgente. A la vez es un hecho que el exceso regulatorio es un peligro que hay que evitar.

Pero hoy Facebook no está defendiendo la libertad de expresión; está haciendo negocio y de paso está minando la verdad. La única afiliación o militancia política real de Zuckerberg es como director ejecutivo de Facebook. Su única ideología consistente es que la conectividad es un bien universal. Y su único objetivo pertinaz es avanzar esa ideología, a prácticamente cualquier costo. En Georgetown Zuckerberg dijo que la razón de ser de Facebook era “conectar a las personas”. Bien podría empezar por desarmar los misiles de desinformación que bajo su control están fracturando a las sociedades.

Consultor internacional

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