El arranque de año en Estados Unidos, enmarcado como ocurre invariablemente durante el primer mes y medio con el discurso presidencial en turno sobre el estado de la Unión -pronunciado en esta ocasión la semana pasada por Joe Biden ante la sesión conjunta del Congreso- nos ha insertado de lleno en la campaña presidencial estadounidense de 2024.

El discurso de Biden fue quizá uno de los más astutamente redactados políticamente desde que llegó a la Casa Blanca. Tenía como propósito manifiesto, en momentos en que claramente está contemplándolo pero aún cavila si buscará o no la reelección, que los Demócratas se sintieran más cómodos con la idea de que pudiese ser nuevamente su abanderado en 2024. Y es que la mayoría de las encuestas muestran que en su partido preferirían que alguien más se postulara en 2024, principalmente debido a su edad, aunque nadie pueda identificar con contundencia quién podría o debiera ser la alternativa al mandatario. Biden tiene 80 años y sería el presidente más viejo de la historia de EE.UU en postularse para la reelección, concluyendo -si es que triunfase en las urnas- su segundo mandato a los 86. Yo soy de los que piensa que debería aprovechar sus importantes logros como presidente para pasar la estafeta a una nueva generación de Demócratas. Pero aún así demostró con su alocución, tanto en fondo y forma, que no solo puede ser un candidato solvente, articulando valores y posturas Demócratas que logren reaglutinar a la coalición de votantes que derrotó a Donald Trump en 2020, sino que además tiene la agudeza y sagacidad para hacer jiu-jitsu con la extrema derecha del Partido Republicano.

En momentos clave de su discurso, el grupo de legisladores Republicanos de la ultraderecha interrumpió a Biden con diatribas, interpelaciones constantes y gritos de “mentiroso” y, en un pasaje del discurso cuando el mandatario se refirió a las muertes por fentanilo en el país, con un “es tu culpa”. Si el objetivo era poner nervioso al presidente o demostrar su fragilidad, tuvo el efecto contrario. En la noche con la audiencia televisiva más grande que tendrá este año (ausente, claro está, que estalle una crisis interna o en el mundo), Biden rebatió a los Republicanos con réplicas agudas e incluso en algunos momentos con sentido del humor, regresando a una narrativa que le dio réditos políticos y electorales a su partido en los comicios intermedios de noviembre pasado: pintando al GOP como un partido dominado por Donald Trump y la extrema derecha, y de paso retratando al nuevo presidente de la Cámara con mayoría Republicana, Kevin McCarthy (de por sí prensado a raíz de las 15 rondas de votaciones que requirió en enero para ser electo por su partido para el liderazgo cameral), como débil al no haber podido controlar a su bancada a pesar de sus intentos, hasta en tres ocasiones, por silenciarlos desde el presídium. Y para rematar, la réplica oficial de la oposición, por parte de la ex vocera de Trump y ahora gobernadora de Arkansas, Sara Huckabee, remachó la percepción de que el GOP sólo está buscando hablarle a su base más conservadora y reaccionaria. ¡Con enemigos como éstos, para qué necesita a sus amigos el presidente!

Después de dos años en el cargo, el discurso del presidente pretendía ser una forma de establecer los términos del debate nacional, particularmente si decide anunciar que buscará la reelección, ya sea enfrentando nuevamente a Trump o a otro contrincante Republicano. Pero en ese sentido, este 2023 no solo queda enmarcado por el discurso de Biden. Arranca también con un ex mandatario que alentó y buscó detonar un golpe de Estado a plena luz del día y a vista de todo el mundo. Trump sigue siendo hoy, a pesar del desbarranco de candidatos que él avaló para las elecciones legislativas de noviembre pasado, el líder indiscutido del Partido Republicano, con la posibilidad de no solo hacerse por tercera vez con la nominación presidencial de su partido, sino incluso de llegar nuevamente a la Casa Blanca, a pesar de haber sido enjuiciado dos veces por la Cámara de Representantes y de que pudiese incluso enfrentar cargos por su papel en el asalto sedicioso al Congreso el 6 de enero de 2021 o por el manejo de su empresa y sus declaraciones fiscales. ¿Es probable que sea el candidato Republicano y además gane en 2024? No, pero sí es posible. Y el que sea una posibilidad es profundamente perturbador. Trump ha hecho que los estadounidenses -o por lo menos algunos de ellos- se den cuenta de lo vulnerable que en realidad es su tan cacareado sistema de gobierno, con todo y los contrapesos y contrafuertes que ayudaron a que el daño y vandalismo democrático del ex mandatario no hayan sido mayores. Con todo y su obsesión y preocupación en torno a evitar la amenaza de la tiranía, los redactores de la Constitución estadounidense incluyeron en el siglo 18 una enmienda para remover a un titular del Ejecutivo por incapacidad patente para ejercer el cargo, la cual ha probado ser totalmente irrisoria en el contexto de un país -y un Congreso- polarizado y dividido. Y en un país supuestamente de leyes, no de personas, la aplicación de esas leyes ante una genuina emergencia democrática ha demostrado ser ponderosamente lenta, permitiendo que un líder que trató de manera ilícita de mantener las riendas del poder esté en posición de volver a contender por una nominación presidencial y potencialmente ganar. La historia ofrece ejemplos notables de dictadores que llegaron al poder mediante elecciones, pero es difícil pensar en ejemplos de uno que intentó y fracasó en mantenerse en el poder mediante un golpe de Estado y a quien su sistema político y la ciudadanía, prácticamente encogiéndose de hombros, le ofrecieron la oportunidad de volverlo a intentar.

Ese es el gran dilema -y peligro- que junto con la polarización ideológica, enfrenta la democracia de EE.UU este año camino al inicio de los procesos primarios de los partidos hacia fines de 2023. Y la nueva realidad que caracteriza tanto el discurso -y su contexto- de Biden como la resiliencia política de Trump es el de competencias electorales extremadamente reñidas entre dos ejércitos de votantes, cada uno marchando a las urnas con la convicción de que la victoria del contrincante no sería simplemente un resultado infeliz sino calamitoso para la república. Como resultado de ello hemos visto un aumento correspondiente en la participación ciudadana en las urnas. Históricamente, en las elecciones presidenciales estadounidenses, aquella se ha mantenido confiablemente por encima del 50 por ciento (todavía bastante baja para estándares mundiales), mientras que la participación durante las elecciones intermedias ha sido mucho menor. En las once elecciones presidenciales de 1972 a 2012, la participación promedio ha sido del 56.1 por ciento. En las once elecciones intermedias de 1974 a 2014, la participación promedio fue de solo el 39.4 por ciento. Pero todo eso comenzó a cambiar en 2016, con la aparición en escena de Trump. La participación en 2016 fue más alta que el promedio, con un 60.1 por ciento, mientras que en las intermedias de 2018, la participación fue del 50 por ciento, la más alta para unos comicios legislativos desde 1914. Luego, la participación en la contienda presidencial de 2020 estableció un récord moderno con 66.8 por ciento, el más alto desde 1900. La cifra de participación en las legislativas de este noviembre pasado quedó un poco por debajo del récord de 2018, pero aun así se ubicó entre el 47 y 48 por ciento. Los politólogos y encuestadores esperaban a esta elección para establecer si 2018 fue una aberración o señal de una nueva era para la participación ciudadana. La respuesta parece ser la última, con votantes motivados en gran medida por las pasiones que despierta un solo hombre. Paradójicamente, Trump parece haber fortalecido la democracia estadounidense, si la medimos simplemente por la pregunta de si a la gente le importa la política. ¿Están comprometidos?; ¿asumirán el esfuerzo de presentarse a votar en las urnas? Tal vez sea de poco consuelo, pero es un fenómeno ante el cual ningún demócrata (con d minúscula) ciertamente debería renegar. Esa movilización fue lo que le dio la presidencia al Partido Demócrata en 2020, minimizó sus pérdidas en 2022 y, con el contraste que Biden volvió a poner sobre la mesa con su discurso la semana pasada y las señales patentes de un partido opositor trumpizado y la sombra de Trump aún planeando sobre él, podría marcar la diferencia este año camino a la gran prueba del ácido que será 2024.

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