Hay más formas de destruir una democracia liberal y socavar al Estado que enviar tropas a las calles, tomar por asalto estaciones de radio y arrestar a opositores, como descubrió Adolf Hitler después del fracaso de su intentona de golpe -el llamado “putsch de la cervecería”- en Múnich en 1923. El colapso gradual de la república alemana de Weimar en la década y pico que va de 1920 a 1933, cuando ya como canciller democráticamente electo Hitler comenzó a instar a sus partidarios a salir a la calle, demonizar a sus opositores políticos y calificar a los medios como “enemigos del pueblo”, someter la ciencia y las universidades a la política, corromper los tribunales, atacar frontalmente a la prensa y destruir las instituciones del Estado para luego minar y posteriormente cancelar las elecciones, es un ejemplo palmario de cómo se destruye un Estado y a la democracia desde adentro y desde el poder. En El 18 brumario de Luis Bonaparte, Marx comienza su texto con la famosa frase, originalmente formulada por Hegel, de que "La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”. Lo que ocurrió con Trump y Estados Unidos en los últimos cuatro años ciertamente calificaría como una farsa si no fuera tan preocupante y peligroso, pero hay otro país en el que se atisban visos de una tragedia. Y es que hoy en México estamos atestiguando una demolición del Estado y sus instituciones.
Y no, antes de que a algunos lectores les de un tramafat, no estoy comparando al Presidente Andrés Manuel López Obrador con Hitler ni lo que ocurre en el México de 2022 con el totalitarismo nazi de 1933. Pero lo que no cabe duda es que a mitad del camino de su gestión, con tres años aún por delante, uno de los principales retos que enfrentaremos los mexicanos, y sobre todo quien ocupe la presidencia -indistintamente de quién sea esa persona- a partir del 1 de diciembre de 2024, será recibir, junto con la banda presidencial, un Estado profundamente debilitado y disfuncional.
Lo que hoy ocurre con las instituciones del Estado mexicano es simplemente la apoteosis de un enfoque político que ha animado en gran medida la visión y al movimiento de López Obrador desde 2006: socavar la confianza en los medios y las ONG, en los datos duros, la ciencia e investigación, en la autonomía universitaria y las instituciones y procesos del Estado y de la administración pública. Desde el inicio de la presidencia de López Obrador, el peligro más grave que acechaba en el horizonte siempre iba a ser su visión de una presidencia imperial reencarnada, todopoderosa y centralizante, y la eliminación tanto de pesos y contrapesos como de instituciones autónomas que una generación de mexicanos laboriosamente trabajó en crear y establecer durante más de tres décadas para profundizar y ampliar nuestra democracia, ciertamente aún imperfecta y en muchos rubros -Estado de derecho y resiliencia ante la impunidad, por mencionar quizá dos de los más onerosos- endémicamente débil.
En el último año, el presidente ha estado redoblando esa amenaza, revelando una división cada vez más profunda en México sobre la naturaleza misma de su democracia, en una especie de debate entre evolucionismo y creacionismo. Mientras que para muchos la democracia ha sido un proceso paulatino, en muchas ocasiones imperfecto y no lineal de cambio y evolución, para el presidente y los suyos la democracia parece solo germinar a partir del 1 de julio de 2018. El Poder Judicial, los reguladores (Cofece, CRE o IFT), las instituciones autónomas (INE, INAI, CNDH, Conapred o Conabio, por mencionar sólo algunas) e instituciones académicas (la UNAM o el CIDE) han sido señaladas con dedo flamígero, alquitranadas y emplumadas desde el púlpito presidencial de Palacio Nacional, como instituciones y mecanismos “neoliberales” construidos para favorecer a las “élites” y el statu quo ante, a pesar de la paradoja de que muchas de esas instituciones allanaron el camino para la contundente victoria electoral de López Obrador en 2018. Las instituciones y dependencias gubernamentales, así como sus facultades y atribuciones, su capacidad y su banda-ancha de gestión y los procesos y las pocas burocracias de servicio civil (institucionalizadas o cuasi-formales) relativamente despolitizadas de la administración pública han sido -en el dizque altar de la “austeridad”- evisceradas y canibalizadas, suplantadas por “soldados” de la 4T y “siervos de la nación”, o en el peor de los casos, demolidas. Por ejemplo, como nunca antes en la historia reciente del Servicio Exterior Mexicano, el presidente ha recurrido al mayor número de nombramiento políticos en embajadas y consulados para sus aliados y allegados. En lo que va de sus tres años en el cargo, López Obrador en el fondo ha buscado debilitar las instituciones de México para que no puedan constreñirlo, purgándolas de cuadros que considera le son desleales a él y a la 4T. Pero eso también significa que no puede confiar en aquellos para generar crecimiento, mitigar los costos de la pandemia, resolver conflictos sociales, enfrentar la creciente inseguridad pública, aprovechar los activos geoestratégicos de México o incluso facilitar su eventual salida del cargo y asegurar lo que más anhela: dejar un legado. Y todo ello encierra además una gran paradoja: para un presidente que presume que “la mejor política exterior es la política interior”, son precisamente las decisiones presupuestales y de liderazgo de instituciones gubernamentales, exacerbando las debilidades internas del país y del Estado mexicano, las que le abren frentes de presión y vulnerabilidad ante el extranjero, particularmente con EE.UU. Solo hay que ver los numerosos ejemplos relacionados con la incapacidad para manejar los flujos migratorios, frenar el trasiego de fentanilo por puertos mexicanos o los temas de aviación civil o de pesca y preservación marítima para aquilatar el impacto que todo esto está generando para el país y las capacidades del Estado.
Parafraseando al gran historiador británico AJP Taylor, al atacar las instituciones del Estado, es como si López Obrador estuviera cometiendo suicidio ante el temor a que su 4T se muera cuando él no esté en el poder. Este proceso amenaza con legar a México -y a quien asuma las riendas del país el próximo sexenio- con un Estado, sus instituciones y con los procesos de la administración pública federal anoréxicos en el mejor de los casos, quebrados e inexistentes en el peor de ellos, con el consecuente impacto para el paradigma de democracia liberal que debiera existir en nuestro país. Vaya legado.