En mis últimas tres contribuciones a esta página de opinión, he escrito sobre el impacto que el COVID19 podría tener para las aspiraciones electorales de Donald Trump ( http://eluni.mx/xgjf7owyb ), la fisura clave que en el corto plazo abrirá el coronavirus en el mundo entre gobiernos eficaces y los que no lo han sido ( http://eluni.mx/xaoiybm1_ ), y cómo debe encarar México en el exterior el llamado ‘día después’ ( http://eluni.mx/lwaqdo2kb ). Hoy cierro este hilo de columnas con un intento de aproximación a algunos de los efectos geopolíticos globales que podría encerrar esta pandemia.
En este momento prevalece, por encima de todo, la incertidumbre. Pero el mayor error que podemos cometer es creer que la crisis del coronavirus terminará en tres o cuatro meses, como han sugerido algunos mandatarios alrededor del mundo. El COVID llegó para quedarse, por lo menos hasta que se alcance la inmunidad de rebaño por infección natural o se tenga una vacuna, lo que podría llevar unos 18 meses. Y una larga crisis, que es un escenario más plausible que el de una disrupción breve, podría tensar aun más un sistema internacional de por sí ya fluido y volátil. Incluso después de que haya una vacuna disponible, la vida -y las relaciones internacionales- difícilmente volverán a la normalidad.
El COVID19 es el cuarto gran sismo geopolítico en tantas décadas. En cada uno de los tres anteriores, se subestimaron sus impactos a largo plazo para sociedades y las relaciones internacionales. El fin de la Guerra Fría fue un evento trascendental, pero en su momento pocos anticiparon la era de hegemonía y prosperidad estadounidenses que le seguirían. Los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 fueron ampliamente vistos como el final efectivo del siglo XX, pero aun así muchos argumentaron que el impacto geopolítico a largo plazo sería limitado, cuando hoy ciertamente el perfil estratégico en la región ya es radicalmente distinto. También se rebajó el impacto ideológico de la crisis financiera de 2009, y muchos en Europa descartaron que la crisis -germinada en Estados Unidos- pudiera detonar secuelas económicas y políticas para la Unión Europea, como el Brexit. La cooperación entre Estados del G20, especialmente EU y China, para responder a la crisis cegó a muchos ante la era de la competencia entre potencias que estaba por desdoblarse, así como las tendencias nacionalistas que se afianzarían en muchos gobiernos.
Hoy, el COVID no es un cisne negro y tampoco será la última pandemia. Pero sus consecuencias geopolíticas, tanto a corto como largo plazos, son igual o más difíciles de atisbar. Todavía no está claro cuándo y cómo golpearán las secuelas del virus con mayor fuerza, o la manera en la cual converjan factores económicos, sociales y políticos para provocar o agravar las crisis. De entrada el brote global tiene el potencial para causar estragos en Estados frágiles, provocar disturbios generalizados y poner severamente a prueba los sistemas internacionales de gestión de crisis. Sus implicaciones son especialmente graves para aquellos atrapados en medio del conflicto o desplazados por él, si como parece probable, la pandemia interrumpe los flujos de ayuda humanitaria, limita operaciones de mantenimiento de la paz y dinamita esfuerzos de concertación diplomática. Todos los gobiernos enfrentan decisiones difíciles sobre cómo manejar el virus; países desde el área de Schengen hasta Sudán ya han impuesto restricciones fronterizas. Líderes inescrupulosos pueden explotar la pandemia para avanzar en sus objetivos de exacerbar crisis nacionales o internacionales, reprimiendo la disidencia en el país o atizando los conflictos con Estados rivales, bajo el supuesto de que se saldrán con la suya mientras el mundo está distraído. Y el virus ha abierto las puertas a nuevas campañas de desinformación y propaganda. Si la crisis dura algunos meses, la economía podría llegar a recuperarse, a medida que la demanda agregada regrese. Sin embargo, con una crisis prolongada, el COVID podría terminar con la globalización tal como la conocemos y las naciones emergerán profundamente trastocadas: las cuarentenas y el distanciamiento físico intermitentes; los retornos al trabajo seguidos de suspensiones y la
supresión continua de la demanda; países desconfiando de externalizar suministros médicos y productos farmacéuticos cruciales para otros; cadenas de proveeduría interrumpidas y difíciles de reparar; una recesión más en una forma de L o W que de V; y empresas y gobiernos sin liquidez, incumpliendo deudas, con su concomitante efecto dominó para otras compañías, desestabilizando de paso a las instituciones financieras. Ya de por sí, ciudadanos de algunas democracias consolidadas están pagando un precio oneroso por sistemas de salud débiles resultantes de la devoción ideológica a la economía de Estados anémicos y de bajos impuestos. Y la crisis ha hecho una hoguera de otras ortodoxias. Ver a los gobiernos arrojar billones de dólares para evitar el colapso económico es apreciar cuán absurda fue la preocupación de las últimas décadas con presupuestos equilibrados, déficits públicos y relación deuda/PIB. Por supuesto, los gobiernos deben establecer límites sostenibles para el gasto y el endeudamiento, pero la era del fundamentalismo fiscal podría haber pasado a mejor vida.
La eventual factura de la derrota del coronavirus será colosal. Y ésta impactará el ejercicio democrático. Los caminos para salir de la crisis presentarán a democracias liberales con una opción entre el nacionalismo autoritario y un orden global relativamente abierto basado en la cooperación entre los Estados y el abono a bienes públicos globales. La respuesta a la pandemia ha visto a líderes democráticos asumir poderes sin precedentes en tiempos que no son de guerra, y mientras tanto, aquellos actores que tienen tecnologías de vigilancia, rastreo y ubicación de dispositivos móviles pueden imponer cuarentenas a las personas que dan positivo por COVID u otros virus potenciales, imprimiendo un nuevo giro a preguntas vitales sobre privacidad, responsabilidad y seguridad. Al ver naciones sellando fronteras y gobiernos asumiendo poderes draconianos para combatir el COVID, es difícil no vaticinar lo peor. Pero también es posible que las consecuencias de la pandemia no sean total o uniformemente negativas para la paz y la seguridad. Si es probable que la pandemia empeore algunas crisis internacionales, también puede crear ventanas para mitigar otras. Los desastres naturales a veces han resultado en la disminución de los conflictos, ya que las partes rivales han tenido que trabajar juntas, o al menos mantener la calma, para concentrarse en preservar y reconstruir sus sociedades. Y el regreso del Estado al centro del escenario para responder al coronavirus marca el final de una era en la que el poder y la responsabilidad migraron de los Estados a los mercados. La pandemia no fue consecuencia de la globalización o del capitalismo. Pero ha expuesto las limitaciones de los mercados sin restricciones y es posible que algunos gobiernos desempeñarán un papel mucho más importante en la economía, utilizándolo para reconstruir economías nacionales. El desafío para después de que termine esta crisis no es resistir los llamados a reducir la globalización y la vulnerabilidad asociada, sino comprender la mejor forma de remodelar ese proceso.
Estoy convencido que tenemos que navegar los largos meses por delante como Antonio Gramsci, con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad. Cuando ocurre una crisis, uno debiera preguntarse si ésta rompe una tendencia o la reconfirma. El colapso financiero de 2008 se erigió en una oportunidad perdida para el cambio, desperdiciando la crisis. El resultado fue un creciente descontento público y la propagación de populismos demagogos y chovinistas de derecha e izquierda. Los mercados -y las democracias- liberales tienen un futuro a largo plazo solo si se basan en el consenso político y un renovado contrato social. Dentro de toda esta dislocación, el coronavirus podría abrir una puerta a la rehabilitación de los gobiernos, a un acuerdo político y económico más equitativo, a la restauración de la fe en la política democrática y a la renovada cooperación global. Con mucha suerte, el contexto será una discusión racional y un reequilibrio de las respectivas responsabilidades del gobierno, el sector privado y los ciudadanos. La pregunta clave es si los políticos -y todos nosotros- elegiremos emprender ese camino.