El 24 febrero de 2022, cuando Vladimir Putin inició su guerra de agresión injustificada e invadió de manera artera y premeditada a una nación vecina, muchos no preveíamos que existiera una Ucrania independiente un año después. Cuando Moscú desencadenó las hostilidades que de manera reiterada había venido negando tener contemplado iniciar, el Kremlin visualizaba una operación relámpago y abrumadora que tomaría la capital ucraniana y otras ciudades importantes del país, decapitaría al gobierno y destruiría la capacidad de resistencia de la nación. La expectativa, tanto en Moscú como también en Washington, era que Kiev caería en cosa de días y que la resistencia armada convencional cesaría poco después. Rusia controlaría entonces la mayor parte del país, lo que daría pie a una insurgencia ucraniana con perspectivas inciertas. Algunos funcionarios de naciones de la OTAN incluso ya miraban más allá de la guerra hacia las ramificaciones europeas y globales de una derrota ucraniana.

A un año de la invasión, la tracción favorable ha oscilado de un lado al otro, y con ello también lo ha hecho la narrativa del conflicto, pero algunas cosas sí que no han cambiado a lo largo de la guerra. Ucrania sigue siendo una nación soberana. Volodímir Zelenski sigue siendo presidente. Kiev permanece libre. El Occidente geopolítico permanece, por el momento, básicamente unido y firme en su apoyo a Ucrania. El Sur global sigue nadando de muertito con su neutralidad pro-rusa. Rusia sigue siendo incapaz de lograr sus objetivos de guerra. Ucrania sigue sin poder recuperar todo su territorio. Y el cese de hostilidades y la paz siguen estando lejos.

No obstante, la semana del primer aniversario de la invasión -enmarcada por el alud de eventos que significaron la Conferencia anual de Seguridad de Múnich, la visita de Biden a Kiev y Varsovia, el discurso de Putin y la visita del canciller chino a Moscú- está puntuada por una serie de lecciones e interrogantes importantes acerca del conflicto y de lo que se viene.

La primera de ellas es que los líderes importan y que también cometen errores. Es obvio que Putin se equivocó cuando asumió que Ucrania no podría montar una resistencia seria y que aún si lo hiciera, no importaría. Calculó mal las capacidades y destreza militares rusas, la tenacidad de Ucrania y la voluntad de Europa para pivotear y encontrar fuentes alternativas de energía. Zelensky se erigió en el líder que Ucrania necesitaba. Y puesto de otra manera, ¿qué habría ocurrido si Trump estuviera en la Casa Blanca en lugar de Joe Biden? La segunda lección es que los Estados generalmente tienden a unirse para oponerse a los actos abiertos y flagrantes de agresión internacional. Esta es otra lección que Putin pasó por alto: además de creer que Ucrania caería rápidamente, parece haber asumido, con base en los antecedentes de su anexión ilegal de Crimea en 2014, que la OTAN no respondería con tanta energía como lo ha hecho. En lugar de enfrentarse uno a uno contra un vecino más débil, Rusia está librando una guerra contra un país respaldado por una coalición cuyo PIB combinado es casi 20 veces mayor que el de Rusia. Esa coalición produce el armamento más sofisticado del mundo y ha comenzado a desacoplarse de los suministros de energía rusa. Y Rusia será mucho más débil en el futuro sin importar cómo termine finalmente esta guerra. En ninguna parte es más clara esta tendencia que en la decisión de Suecia y Finlandia de abandonar décadas (y en el caso de Suecia siglos) de neutralidad para buscar su membresía en la OTAN. La tercera lección es que, como en el futbol, esto no se acaba hasta que se acaba. A pesar de varios cambios de fortuna, ninguno de los bandos ha sido capaz de asestar el golpe de gracia. Las exitosas contraofensivas que comenzaron el verano pasado reforzaron las esperanzas de Kiev de recuperar todo su territorio ocupado, incluida Crimea. Sin embargo, Rusia sigue siendo una potencia importante, con más de tres veces la población de Ucrania, una gran base industrial militar y reservas sustanciales de armamento. Sus líderes ven la guerra como un conflicto existencial que Rusia debe ganar. El desempeño de sus fuerzas armadas ha mejorado un poco desde el comienzo de la guerra y sus ataques con misiles y drones contra ciudades e infraestructura ucranianas han causado daños considerables. Una dura guerra de desgaste no favorece a Ucrania; de ahí la reciente prisa por obtener más armas (incluidos tanques) y entrenamiento. El apoyo externo puede permitir que Kiev mantenga la línea de frente y obtenga ganancias limitadas en la primavera, pero expulsar a Rusia de todo el territorio que ahora controla puede ser imposible, sin importar cuánta ayuda se envíe. Y cada fase de la guerra ha estado caracterizada por armas icónicas. En la defensa de Kiev el invierno pasado, los misiles antitanque portátiles Javelin y los misiles de defensa aérea Stinger jugaron un papel estelar. Cuando la lucha se desplazó a la región oriental de Dombás en la primavera, era el obús de 155 mm. A medida que Ucrania avanzó en el frente en el otoño, el lanzacohetes HIMARS se erigió en arma clave. Ahora, en la fase que se avecina mientras Kiev y Moscú se aprestan para nuevas ofensivas terrestres en la primavera, la atención se ha centrado en el tanque de combate Leopard. Y los tanques serán clave porque si Ucrania no puede romper el punto muerto pronto, corre el riesgo de que se repita lo ocurrido en 2014, cuando Rusia se adueñó de Crimea y, después de que cesaron los intensos combates, el frente entre las dos partes se congeló en una especie de nueva frontera. Si es así, aunque Putin habrá fallado en su objetivo original de tomar el control de Ucrania, aún puede evitar que Ucrania sea un país próspero, democrático e independiente, y eso contaría como una especie de victoria. La respuesta en última instancia se reducirá a si la ayuda militar occidental o la movilización rusa en curso ganan la partida. Pero de estas lecciones, quizás la más crucial sea esta: el orden global no es inherentemente sólido ni inherentemente frágil. Tiene exactamente tanta fuerza y resiliencia como aquellos que lo valoran puedan sumar, movilizar y sostener cuando a aquel se le pone a prueba.

Entre las interrogantes, las más relevantes para lo que se viene este año me parece que son: ¿Estará aprendiendo Rusia de sus errores tácticos y estratégicos o simplemente los está perpetuando? ¿Prevalecerá la ventaja cualitativa de Ucrania en materia de combatientes mejor entrenados y motivados con armas e inteligencia de mayor calidad sobre la dependencia de Rusia de un mayor número de soldados menos capaces y motivados y armas e inteligencia inferiores? ¿Se estancarán las líneas del frente y convertirán eventualmente a la guerra en un conflicto congelado al estilo de guerra de trincheras de la Primera Guerra Mundial? ¿Cuál será la evolución de la opinión pública rusa y de la élite hacia Putin y la guerra? Si el Kremlin enfrenta la perspectiva de una derrota más completa en el campo de batalla y el desalojo de territorio ucraniano, ¿considerará opciones de escalada, ya sea contra Ucrania o contra la OTAN, que ha dudado en emplear hasta ahora? ¿Puede Ucrania mantener la atención y el interés de Occidente, de paso manteniendo la atención a la guerra en las redes sociales de Estados Unidos y Europa? ¿Se envalentonará Beijing por la agresión de Moscú, o quedará escarmentado por el fracaso ruso imperante hasta este momento?

Al final del día, la agresión rusa en Ucrania tiene que ver con el poder: si Moscú es lo suficientemente poderoso como para imponerle a la historia que el pueblo ucraniano nunca existió, entonces éste no existirá. Por ello en el fondo, la guerra de Putin contra Ucrania es un ataque totalitario contra la verdad, la libertad y la autodeterminación. Todavía no sabemos cómo terminará la guerra ni cuándo, pero una cosa me queda clara: se debe proporcionar a Kiev los recursos para que sea Ucrania misma la que pueda decidir cuándo alcanzar la paz en sus propios términos. Ya es hora, también, de considerar el lugar de Ucrania en la arquitectura política, económica y de seguridad de Europa. Convertirlo en candidato oficial a la adhesión a la Unión Europea fue un gran paso adelante. Pero se debe establecer junto con este destino un camino creíble para completar sus reformas necesarias de modernización institucional -como parte medular de la reconstrucción del país- así como sobre las garantías de seguridad de posguerra que necesitará Ucrania. Miles de sus ciudadanos han pagado con sangre para asegurar la

independencia y un “futuro europeo” para su país. Por ello Ucrania merece garantías de que éste es de hecho el futuro que le espera.