El mundo ha entrado en un nuevo momento de construcción del orden internacional, no muy distinto a lo ocurrido en la era posterior a la Primera Guerra Mundial. Al igual que la década de 1920 que inauguró un momento de cambio vertiginoso y peligroso al interior de las naciones y de fluidez y reconfiguración del equilibrio de poder global, un siglo después la década de 2020 vuelve a estar marcada por esos vectores de transformación.
Los acontecimientos de 2023 en particular sugieren que el sistema mundial ha entrado en un intenso y volátil período de transición estructural que reordenará la geopolítica, el poder y a las relaciones internacionales. La agresión de Rusia a Ucrania continúa, una nueva guerra fría de baja intensidad entre China y EE.UU persiste, conflictos congelados se han reavivado en lugares como el Medio Oriente (el conflicto entre Israel y Hamás) o el Cáucaso (el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán), los golpes de Estado volvieron a ser algo recurrente en África y aumentaron tensiones transfronterizas, como en los casos de China y Filipinas, Serbia y Kosovo o Venezuela y Guyana. Y todo se da en el contexto de una paulatina transición de la unipolaridad estadounidense hacia las policrisis y la multipolaridad en la seguridad, la proyección del poder y la gobernanza globales: una complicada batalla por la influencia entre Washington y sus aliados y socios, por un lado, y potencias revisionistas o revanchistas como China y Rusia, respectivamente, por el otro. Y en medio de esta dinámica, una plétora de actores no estatales así como una serie de naciones pivote -en su mayoría con poder y proyección regional propias- que actúan de manera más audaz o agresiva y que se alinean -o no- a la carta para maximizar sus propios intereses (a estas naciones dedicaré una próxima columna por la importancia que encierra este fenómeno para México y su papel -y en estos cinco años, la ausencia de él- en el sistema internacional).
Complicando el cuadro, es probable que varias tendencias económicas globales, incluido el aumento de la deuda nacional de un buen número de economías emergentes, un cambio en los patrones del comercio global, nuevas perturbaciones en el empleo o la intensificación de los efectos del cambio climático, moldeen las condiciones dentro de y entre los Estados. Es probable que el ritmo y alcance de los avances tecnológicos (sobre todo en inteligencia artificial) aumenten cada vez más rápido, transformando una variedad de experiencias y capacidades humanas, creando al mismo tiempo nuevas tensiones, irrupciones y diferencias disruptivas entre sociedades, industrias y Estados. Rivales Estatales y no Estatales competirán por el liderazgo y el dominio en ciencia y tecnología, con posibles riesgos e implicaciones en cascada para la seguridad económica, militar y social. Y a medida que algunos países estén a la altura de estos desafíos y otros se queden cortos, es casi seguro que los cambios en las tendencias demográficas globales agravarán las disparidades en las oportunidades económicas al interior de y entre países durante las próximas dos décadas, además de crear más presión y disputas sobre la migración.
Pero nada de lo que ocurra en 2024 se compara con lo que está en juego en Estados Unidos, o tendrá implicaciones y consecuencias tan severas para el mundo -y ciertamente para México- como la elección presidencial el 5 de noviembre. El papel global de Estados Unidos ha sido afianzado y amplificado por la fuerza de su propia democracia, por lo que sus elecciones plantean un problema más existencial. Y eso se aplica a la democracia misma, tanto dentro como fuera de sus fronteras. El mero hecho de que el sistema político estadounidense permita que Trump -con dos juicios políticos, cuatro procesos criminales
y una intentona de golpe de Estado a cuestas- pueda ser candidato socava ya de manera importante su democracia, haciendo por primera vez de EE.UU un imponderable y factor de riesgo internacionales, más que un ancla del sistema internacional basado en certidumbre y reglas.
Por todo ello, el establecimiento de un concierto global de las principales potencias, moldeado en torno al G20, representa, en las circunstancias actuales, el medio más realista y pragmático de domar la ineludible rivalidad geopolítica e ideológica del siglo XXI. En la historia de las relaciones internacionales, los conciertos han tendido a exhibir inclusión política; traen a la mesa de negociación a Estados poderosos que ejercen peso e influencia, independientemente de su tipo de régimen. Los conciertos también exhiben informalidad procesal; evitan acuerdos vinculantes y diplomacia de postura pública en favor de la deliberación privada y la creación de consensos. Un concierto global sería consultivo, no vinculante, y prepararía el camino para la adopción de decisiones que serían tomadas e implementadas posteriormente por las instituciones multilaterales existentes. Por lo tanto, ello respaldaría, no suplantaría, la actual arquitectura internacional al sostener un diálogo estratégico que ahora no existe. Un concierto global tendría como objetivo generar consenso en torno a un conjunto básico de acuerdos generales para guiar la gobernanza internacional, gestionar crisis, promover estabilidad y discutir la mejor manera de adaptar las normas e instituciones internacionales a un mundo cambiante.
Pero esto dependerá de lo que ocurra en los comicios estadounidenses. Si Estados Unidos elige a un internacionalista, gran parte del mundo soltará un suspiro de alivio. Pero aun así el país enfrentaría un largo camino para estabilizar y luego renovar un sistema de seguridad y comercio internacionales. Sin embargo, el que pudiera triunfar un presidente pirómano y aislacionista negaría la construcción de ese concierto global y además pondría rápidamente a prueba las reglas del actual sistema internacional: nada más hay que imaginar a China decidiendo “inspeccionar” barcos taiwaneses o a Rusia “reinterpretando” más fronteras europeas (piensen en el Báltico), o potencias medias como Turquía, Corea del Sur o Arabia Saudita buscando hacerse de armas nucleares. Si a ello agregamos decisiones de política pública anunciadas por Trump que impactarían de manera frontal y existencial a México en caso de que éste llegase a la Casa Blanca por segunda ocasión, a decir: la expulsión inmediata de cinco millones de mexicanos indocumentados, la aplicación de aranceles del 20 por ciento a todas las importaciones estadounidenses o el uso unilateral de la fuerza en territorio mexicano para detener el trasiego de fentanilo, la amenaza para México se yergue como nunca antes y por ende no puede ni debe minimizarse.
Por todo lo anterior, escudriñar el horizonte del año que arranca no es cosa fácil. Cuando en su momento me tocó encabezar en la cancillería mexicana las labores de prospectiva y planeación estratégica para la acción internacional de México (una tarea que por cierto desde hace ya tiempo desapareció de las responsabilidades de la Coordinación General de Asesores), le subrayaba a mi equipo que sólo sabemos si un pronóstico fue atinado cuando ya es demasiado tarde, y que quizá lo más importante de la prospectiva y planeación en materia de política exterior era no obcecarse por la pregunta generalmente estéril del “¿qué pasará?”, sino más bien enfocarnos en la pregunta más relevante del “¿qué haríamos si eso ocurre?”. En México no parece haber caído el proverbial veinte -ni en el gobierno ni en las dos campañas presidenciales ni en el sector privado- de que ante
la posibilidad de un triunfo de Trump en 2024 hayamos precisamente transitado ya del “te imaginas si ocurriera” al “qué hacemos si ocurre”, abre un reto mayúsculo para el país, para su agenda con EE.UU y para su bienestar, prosperidad y seguridad. Quienes en nuestro país buscan normalizar o minimizar los efectos de una nueva presidencia de Trump, ¿seguirán en lo suyo? Es tiempo de abrir los ojos y preparar el 'Plan B' ante ese escenario (dedicaré también en este espacio otra columna con una propuesta para ese Plan B). Hacerlo en un país con condiciones de liderazgo y visión presidenciales mínimamente normales sería ya de por sí un reto. Pero hacerlo en los meses que quedan -primero camino a la elección presidencial mexicana y luego, a partir de ese momento, durante la transición- con un presidente sin brújula geopolítica o moral, que le ha pintado el dedo a la política exterior, que no entiende Estados Unidos ni la política estadounidense o los resortes entreverados de la relación bilateral, es un obstáculo mayúsculo. El único consuelo -y alivio- es que habrá dejado ya la presidencia el 1 de octubre, poco más de un mes antes de que los estadounidenses acudan a votar en las urnas.