La primera visita de trabajo que efectuó Alicia Bárcena como canciller mexicana a Washington la semana pasada ha vuelto a poner sobre la mesa, sin que ello evidentemente fuese su objetivo, dos de los grandes boquetes en la agenda bilateral con Estados Unidos a lo largo de este sexenio, y en particular enmarca de modo palmario cómo se ha conducido el Presidente López Obrador con respecto a dos actores centrales en esa relación única para el tablero diplomático mexicano. Me refiero a la relación con el Congreso estadounidense y, sobre todo, con la gran diáspora mexicana en EE.UU y con las organizaciones cupulares hispanas del país.
Vamos por partes. En sus desplazamientos de trabajo a Washington, el mandatario mexicano ha persistido en simplemente ignorar al Legislativo estadounidense. Si bien él y los suyos argumentarán que ha recibido a delegaciones de representantes y senadores estadounidenses que han viajado en delegación parlamentaria a la Ciudad de México, ello no es lo mismo que acudir al Capitolio y correrles la cortesía de reunirse ahí con congresistas en sus despachos. López Obrador seguramente será -y nada indica que esto cambiará antes del 1 de octubre de 2024- el primer presidente mexicano desde que el TLCAN entró en vigor y de paso cambió de tajo el rumbo, la dinámica y la complejidad de la relación bilateral, en no haber pisado oficinas y recintos legislativos de la capital estadounidense. Es más, es el segundo mandatario mexicano, junto con su antecesor inmediato, en no haber sido honrado por la presidencia y liderazgo en turno de la Cámara de Representantes y el Senado, respectivamente, con una invitación a pronunciar un discurso ante una sesión conjunta del Congreso de EE.UU. Y se dice fácil, pero después del Reino Unido y de Francia e Israel, empatados estos dos en segundo lugar, México es el tercer país cuyos líderes han pronunciado el mayor número de discursos en una sesión oficial en el pleno de la Cámara de Representantes.
En momentos en los que las descalificaciones y los ataques ad hominem del presidente mexicano hacia legisladores estadounidenses prevalecen y crecen las presiones y cuestionamientos en toda una serie de temas bilaterales y de política públicas internas mexicanas, ese vacío presidencial enmarca el peor momento vivido en la relación entre un titular del Ejecutivo mexicano con el Congreso estadounidense desde 1985 y los momentos aciagos del asesinato de un agente de la DEA en suelo mexicano. La notable ausencia de un encuentro entre la canciller mexicana y legisladores estadounidenses como parte de su agenda de trabajo la semana pasada solo magnifica ese reto.
Si bien esta primera omisión en la relación con EE.UU conlleva indudablemente consecuencias reales, directas y severas para el tono muscular y buen curso de la agenda bilateral con nuestro principal socio diplomático y comercial, el segundo boquete no es menos relevante y es sobre todo sorprendente, dado el perfil, el historial y la narrativa política de López Obrador. A menos de un año de las elecciones presidenciales mexicanas, una de las facetas más inauditas y escandalosas es la total ausencia de interacción de López Obrador tanto con la comunidad mexicana y mexicoamericana en EE.UU como con las organizaciones cupulares hispanas de ese país. Y aquí también se dice fácil, pero es el primer mandatario mexicano en muchas décadas en no haber sostenido una sola reunión con nuestros paisanos en sus desplazamientos a Washington y Nueva York desde que asumió la presidencia.
El hecho de que hubiese preferido picarle el ojo a Biden boicoteando la Cumbre de las Américas, privilegiando su cruzada pro-cubana, pro-venezolana y pro-nicaragüense en lugar de aprovechar política y diplomáticamente su presencia en Los Ángeles (imagínense el mensaje que hubiese lanzado) dirigiéndose a la enorme comunidad mexicana en lo que es para todo propósito la tercera ciudad con más mexicanos en el mundo, lo dice todo y lo retrata de cuerpo entero. Esta actitud es aún más insólita para un hombre que ha recorrido y que conoce México como ninguno de sus predecesores, que busca cada vez que puede embaucar y presumir de manera falaz los envíos récord de remesas como si fuesen un logro de su gestión y un espaldarazo a su gobierno, y que sobre todo obtuvo de manera abrumadora el apoyo de los mexicanos que votaron desde EE.UU en 2018.
Y a pesar del claro intento de la canciller Bárcena y la embajada de México en Washington por tratar de paliar la política de ninguneo presidencial hacia las comunidades mexicanas y organizaciones hispanas en general al celebrar una reunión la semana pasada con estas últimas, este colosal retroceso en la dinámica, interacción y acercamiento de un presidente mexicano con la diáspora mexicana le saldrá, a la larga, cara a México y a sus intereses en EE.UU.
Desde tiempos de Carlos Salinas, sucesivos gobiernos mexicanos han estado dando tumbos tratando de dar con el paradigma correcto en la relación del Estado mexicano con los 11 millones y pico de mexicanos que viven al norte de nuestra frontera. Salinas en particular estaba convencido, erróneamente, de que la comunidad mexicana y mexicoamericana podía servir como una palanca de cabildeo potente a favor de los intereses de México en EE.UU, al estilo de lo que sucede con las comunidades cubana, irlandesa o judía y el peso que juegan en la formulación de política exterior estadounidense. Dejo para otra ocasión las raíces y razones de este equívoco, pero no fue sino hasta 2007 que la cancillería mexicana volteó el paradigma de cabeza: en lugar de pedirle a la comunidad mexicana -y a las organizaciones hispanas- apoyar la agenda mexicana en EE.UU, fue la embajada de México en Washington -y su red consular- la que buscó apoyar las causas y la agenda de empoderamiento comunitaria e hispana a lo largo y ancho del país, en lo electoral y político, en lo económico y social y en lo cultural. El cambio en la relación fue tectónico y palpable. Hoy, lamentablemente, ese enfoque se ha perdido, y para rematar, sectores amplios e importantes del liderazgo comunitario mexicano e hispano en Estados Unidos -desde las casas de clubes de oriundos pasando por exalcaldes y exgobernadores con raíces mexicanas hasta las oficinas de legisladores mexicoamericanos e hispanos en el Capitolio- le reclaman a López Obrador su abandono y el que les haya dado la espalda. Pero sobre todo, no le perdonan su apoyo político y electoral a Trump en 2020.
Todo esto es relevante camino a las elecciones presidenciales de 2024 en ambas naciones. Primero, porque es muy plausible que López Obrador volverá, de manera abierta o soterrada, a apostar por la victoria de su “amigo” Trump en la primaria Republicana y en la elección general. Sus alabanzas zalameras a Trump cuando visitó la Casa Blanca de manera irresponsable en plena campaña electoral (sin siquiera equilibrar su encuentro con Trump con una reunión o acercamiento con Biden y con el liderazgo Demócrata en el Congreso, sobre todo tomando en cuenta que el motivo oficial de la visita de trabajo se justificaba como dar el banderazo a la entrada en vigor del TMEC, habiendo sido el voto Demócrata la llave en asegurar la ratificación legislativa del tratado) fueron alcahueteadas en los spots de campaña en español de Trump e incidieron en el aumento del voto mexicoamericano a favor de éste en el sur de Texas. Segundo, porque en 2024 el voto desde el exterior, que se ha simplificado y ampliado sobre todo con la credencialización por parte del INE, podría jugar un papel decisivo para la candidatura presidencial mexicana que lo sepa movilizar y atraer. Si bien López Obrador ganó con el 64.8 por ciento del voto de los mexicanos en el extranjero (la inmensa mayoría de ellos en EE.UU), éste fue en gran medida un voto contestatario. Porque no hay que olvidar que en 2012 fue Josefina Vázquez Mota quien obtuvo la mayoría de ese voto, con 42.1 por ciento, y que en 2006, la primera vez que los mexicanos pudieron participar desde el extranjero, Felipe Calderón fue el que se llevó el 58.2 por ciento de todos esos votos. En una elección tan cerrada como lo fue la de ese año, ese voto resultó decisivo para ayudar a derrotar a López Obrador. ¿Será eso, en el fondo, la razón por la cual el presidente de México, rencoroso como es y obsesionado por su derrota en 2006, más allá de sus lugares comunes sobre los migrantes mexicanos y su discurso dientes para afuera, simplemente ha ignorado a nuestra comunidad en Estados Unidos? Como dicen por ahí, es solo pregunta.
Consultor internacional; diplomático de carrera durante 23 años y embajador de México