El título de esta columna no es una nueva bebida en los bares de Washington, pero crecientemente se cierne como un cóctel peligroso para esta ciudad y el país entero. Al grado que hace un mes, 100 prominentes politólogos estadounidenses advirtieron, vía una carta abierta, que como nunca antes en su historia, la democracia en Estados Unidos hoy está en riesgo: “La historia juzgará lo que hagamos en este momento". Los demócratas, con mayúscula y sin ella -dentro y fuera de EE.UU- no pueden darse el lujo de ignorarlo o minimizarlo.

La democracia se basa en elecciones y procesos electorales aceptados y respetados por todos así como en la alternancia de gobierno, y descansa sobre ciertas premisas institucionales y normativas elementales. Las elecciones deben administrarse de manera neutral y justa. Deben estar libres de manipulación. Todo ciudadano debe tener el mismo derecho a votar, sin obstáculos ni cortapisas. Y cuando pierden elecciones, los partidos políticos y sus candidatos y simpatizantes deben estar dispuestos a aceptar la derrota y reconocer la legitimidad del resultado. Pero si de entrada, como advierte Daniel Ziblatt, coautor del libro “How Democracies Die”, “tienes un partido que no sabe perder, entonces la democracia no puede sobrevivir.” Joe Biden ciertamente derrotó a Donald Trump en noviembre, pero eso no quiere decir que el trumpismo haya sido aniquilado. Muchos políticos y analistas en EE.UU pensaban que el impacto de ser perseguidos por los pasillos del Capitolio por una turba de simpatizantes de Trump podría haber hecho que los legisladores Republicanos recuperaran, si no la razón, por lo menos la espina dorsal. Pero ahora han pasado seis meses y las cosas sigue tan mal como entonces. De hecho, puede ser que estén peor que nunca. Tres votos en meses y semanas recientes lo dejan claro. En mayo la bancada del GOP en la Cámara de Representantes purgó a la legisladora conservadora Liz Cheney (hija del ex vicepresidente Dick Cheney) de su puesto como la número tres del liderazgo de esa bancada en el Congreso en represalia por haber votado a favor de la certificación de la elección presidencial, censurar la patraña de la dizque elección robada y apoyar el juicio político contra el ex mandatario por su papel en los actos sediciosos del 6 de enero. En junio, 120 Representantes del GOP votaron en contra del retiro de los bustos de líderes confederados y otros supremacistas blancos en pasillos y rotondas del recinto legislativo, y unos días después 190 Republicanos de la Cámara de Representantes votaron en contra de la creación de un comité especial para investigar el asalto al Capitolio. En conjunto, la defenestración de Cheney y estos dos votos recientes muestran que el Partido Republicano se ha convertido sin tapujos en un partido supremacista blanco, empeñado en la restauración étnica y demográfica de un país que ya no existe y hostil a la democracia multirracial estadounidense. La radicalización del GOP (en la antesala de la elección presidencial escribí esta columna que lo explica https://rb.gy/5xhgxf), que se ha producido en los últimos años, es vertiginosa y desalentadora.

Ahora, en un intento por apuntalar su poder en el Congreso y los estados, el GOP está promoviendo y promulgando, en aquellas entidades en las que cuentan con mayoría en las asambleas estatales, leyes de supresión del voto cuyo objetivo es evitar que votantes de color puedan votar (por correo postal o en persona) a partir de las elecciones legislativas intermedias del próximo año. La estrategia hoy del Partido Republicano no es ampliar su base de apoyo; su principal estrategia es encoger el tamaño del electorado nacional. Y el manual de jugadas que está ejecutando a nivel estatal y nacional es muy consistente con las acciones tomadas por partidos iliberales, antidemocráticos y antiplurales en otras naciones en las que las elecciones libres y justas se han venido erosionando. Legisladores Republicanos han hablado abiertamente sobre garantizar la “pureza” y la “calidad” del voto, haciendo eco de los argumentos ampliamente utilizados en el sur del país antes de la década de los sesenta como razones para restringir el voto afroamericano. Además, en futuras elecciones, estas leyes que politizan la administración y certificación de las elecciones podrían permitir que algunas legislaturas estatales o funcionarios electorales partidistas hagan lo que no hicieron en 2020: revertir el resultado de unas elecciones libres y justas. Podrían, asimismo, afianzar el gobierno minoritario de manera extensa, violando el principio democrático básico y de larga data de que los partidos que obtengan la mayor cantidad de votos deben ganar las elecciones. La ironía, por supuesto, es que los Republicanos ahora están demostrando que existe el racismo sistémico, y que ellos, junto con Fox News y Newsmax, sus matraqueros, son los principales trasgresores. Desde una perspectiva ética y moral, esta estrategia Republicana es cínica y repugnante. Como estrategia política, tiene sentido: la base del GOP venera a Trump con una adoración digan de un culto, por lo que la única forma de ganar primarias en el partido es abrazarlo a él y a sus seguidores.

Pero el problema es más profundo que las nuevas leyes de supresión de votantes en estados bisagra clave. Todo un partido bebió el Kool-Aid naranja y hoy abreva de la noción de que Biden es un presidente ilegítimo, lo que el resto de la sociedad y opinión publicada en EE.UU ya apodan “la gran mentira”. Para agravar aún más el contexto, las patrañas rinden frutos. Después de las elecciones, mientras Trump movilizaba en un frenesí a sus partidarios en torno a la falsedad del fraude electoral, recaudó $170 millones de dólares en un par de meses. La base social de Trump, en otras palabras, es un grifo abierto de recursos de campaña para los Republicanos, que en unos meses comenzarán a preparar sus campañas de reelección del próximo año. Un partido que habitualmente llega al poder mientras pierde votantes -como les ha ocurrido con el voto popular a nivel nacional- es un partido que utilizará el poder que tiene para debilitar el poder que tienen los votantes. Ese es el ciclo fatal para la democracia estadounidense y tal y como apuntan los académicos que suscribieron la carta, "Estas acciones ponen en duda si Estados Unidos seguirá siendo una democracia.”

La integridad electoral en EE.UU exige en este momento un conjunto de estándares nacionales que aseguren la santidad e independencia de la administración electoral, garanticen que todos los votantes puedan ejercer libremente su derecho al voto, eviten que el proceso de rediseño partidista de distritos electorales (el llamado “gerrymandering”, en inglés) dé a los partidos dominantes en los estados una ventaja injusta y regulen el dinero en la política. Siempre ha sido mucho mejor que las grandes reformas democráticas en Estados Unidos sean bipartidistas, para que el cambio sea lo más amplio posible. Sin embargo, en el actual contexto político hiperpolarizado, lamentablemente se carece de las bases para un bipartidismo real, eficaz y amplio. Ese es el problema. La aceptación de que hoy, por lo menos en el corto y mediano plazos la protección de la democracia nunca será bipartidista, y sucederá solo sobre una base partidista, es fundamental para aceptar la realidad de la situación que enfrentan los Demócratas y la actual Administración Biden. Y los Demócratas no pueden dejar de actuar ante la intentona Republicana de blindar su poder cara a los votantes.

Es un hecho que ante la troleada de Trump a la democracia estadounidense estos últimos cuatro años, sus instituciones y pesos y contrapesos -sobre todo los medios, el poder judicial y sociedad civil- funcionaron relativamente bien. Pero con uno de los dos partidos consumido -ya sea como producto de la convicción o la conveniencia- por la gran mentira del “fraude” y la narrativa de que cualquier triunfo Demócrata es ilegítimo, y con el tsunami de iniciativas de ley estatales para suprimir el voto de ciudadanos de color, la democracia estadounidense podría entrar en una fase esclerótica y brutalmente disruptiva. Y tiene implicaciones que trascienden a Estados Unidos, porque a diferencia de Las Vegas, lo que ocurre en EE.UU no se queda en EE.UU. Para México, lo que está en juego tendrá un impacto -económico, político, social e ideológico- real y profundo. No podemos decir que no fuimos advertidos: sobre aviso no hay engaño.

Consultor internacional