El ascenso de demagogos populistas y autoritarios y con agendas antisistema en América ha tenido consecuencias significativas y nocivas para la democracia. Desde Fujimori en Perú y Chávez en Venezuela hasta Bukele en El Salvador, Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil, López Obrador en México o ahora Milei en Argentina, todos han dejado -y dejarán- secuelas negativas e impactos duraderos en sus respectivos países y para la región en su conjunto. Pero del otro lado de nuestra frontera sur el accidentado viaje de Bernardo Arévalo hacia la presidencia de Guatemala quizá ofrece una alternativa, mostrando que es posible desafiar el statu quo sin quebrantar el Estado de derecho. Si llega a asumir el cargo el 14 de enero, Arévalo podría desempeñar un papel vital en la reparación del daño infligido a las instituciones guatemaltecas, inyectando una bocanada de aire fresco a una región donde el retroceso democrático se está convirtiendo en la norma.
En agosto, Arévalo, un reformador centrista, ganó la segunda vuelta presidencial de Guatemala por un amplio margen, derrotando a su rival, Sandra Torres, esposa del ex presidente Álvaro Colom, por más de 20 puntos. Arévalo, un atípico candidato antisistema que hasta la primera vuelta no punteaba en encuesta alguna, supo capitalizar el hartazgo de los guatemaltecos con una narrativa anticorrupción y una denuncia a quienes han hostigado y perseguido a fiscales, activistas y periodistas, principalmente a quienes investigaron al actual gobierno del Presidente Alejandro Giammatei. Arévalo obtuvo la victoria en 18 de los 21 departamentos de Guatemala, dominando los centros urbanos y al mismo tiempo ganando terreno en los bastiones rurales de Torres. El resultado fue un sorprendente cambio de suerte tanto para un país que parecía, hasta hace poco, estar encaminado hacia la paulatina erosión democrática, como para un proceso electoral que casi vio al partido de Arévalo excluido de la contienda. Vencer a los partidos clientelares que respaldaron a su competidora fue una hazaña en sí misma. Pero ahora Arévalo y su partido, Movimiento Semilla, enfrentan un desafío aún mayor: asumir el poder y gobernar por primera vez, con el control de sólo alrededor de una séptima parte de los escaños en el Congreso, y promulgar reformas que probablemente alienarán a una gran cantidad de intereses creados.
Y es que el presidente electo se está enfrentando a un viacrucis para poder tomar posesión. Tras su victoria, Giammattei se comprometió a respetar el traspaso de poder, pero para poder gobernar, Arévalo ha debido sortear una carrera de obstáculos marcada por fallos judiciales que pretenden subvertir el mandato que le dieron los guatemaltecos en las urnas. En las últimas semanas, la justicia suspendió provisionalmente la personalidad jurídica de Semilla por supuestas anomalías en el proceso de creación del partido de Arévalo. Las acciones judiciales incluyen además una redada arbitraria al máximo tribunal electoral de Guatemala para abrir y confiscar urnas, así como una solicitud para suspender la inmunidad procesal de los jueces del Tribunal Supremo Electoral que avalaron los resultados electorales. Arévalo ha acusado a la fiscal general Consuelo Porras de intentar perpetrar un “golpe de Estado” para evitar que tome el poder. Pero en respuesta, los ciudadanos están dando un firme ejemplo de defensa de la democracia. Los guatemaltecos llevan en las calles más de dos meses para exigir que se respeten los resultados de las urnas y pedir la renuncia de la fiscal general. Se ha desarrollado una notable muestra de unidad transversal en Guatemala para protestar contra estos intentos, y a la cabeza de la resistencia social y pacífica están grupos indígenas mayas que han hecho cortes de carreteras y se han trasladado desde todo el país a la capital.
Arévalo se postuló montado en promesas de combatir la corrupción y fortalecer las instituciones democráticas, en medio de una mala gestión pública generalizada e intentos deliberados por parte de quienes detentan el poder de manipular el resultado electoral. A medida que se aceleraba el retroceso democrático de Guatemala, Semilla se negó a forjar alianzas con los partidos tradicionales. Aún más sorprendente fue que su liderazgo no sucumbió a la demagogia y el radicalismo y su partido construyó una plataforma moderada e incluyente. Llegó a la segunda vuelta probablemente porque ninguna encuesta mostraba que ganaría; de lo contrario, habría sido descalificado con argucias legales, tal y como está ocurriendo ahora post-facto. Su sorprendente victoria ofreció a los guatemaltecos una verdadera opción, donde podían votar por su candidato preferido en lugar de emitir un voto de protesta o contestatario, o conformarse con el menor de dos males.
Para Centroamérica y para México, una presidencia de Arévalo ofrece un rayo de esperanza en una región plagada de autoritarismo. En Nicaragua, la dictadura Ortega-Murillo continúa su campaña represiva para suprimir el espacio cívico y acabar de enterrar cualquier vestigio democrático. En El Salvador, el gobierno de Bukele ha consolidado su poder al tomar el control de la Fiscalía General y la Sala Constitucional de la Corte Suprema, al tiempo que instrumenta políticas de seguridad punitivas que han resultado en violaciones generalizadas de derechos humanos bajo un estado de emergencia en curso. En Honduras, la presidenta Castro, a pesar de prometer reformas indispensables en materia de derechos humanos y anticorrupción, no ha cumplido. Con Arévalo en el cargo, México y Estados Unidos tendríamos un interlocutor confiable para fortalecer el Estado de derecho en la región centroamericana y buscar mitigar el impacto de los flujos migratorios desde ese país. No es coincidencia que en reuniones recientes con Arévalo en Washington, altos funcionarios estadounidenses le expresaran su apoyo inquebrantable y resaltaran los esfuerzos antidemocráticos en curso para obstruir una transición pacífica del poder, y que Biden haya buscado, como lo refleja el comunicado estadounidense (más no el mexicano) emitido después de la reunión bilateral con López Obrador en los márgenes de la Cumbre APEC del viernes, incluir una mención aunque fuese general de lo que ocurre en Guatemala en la agenda con su homólogo mexicano. El apoyo regional y extra regional a Arévalo ha crecido, y países de todo el espectro ideológico le han expresado su respaldo, incluidos Argentina, Canadá, Colombia, Chile, Brasil, Costa Rica, Ecuador, España, Paraguay, Uruguay y la Unión Europea. Y en este contexto, la cancillería mexicana (pedírselo al presidente sería ilusorio) debiera ser aún más activa y vocal en la defensa de la democracia de nuestro vecino, acompañando y arropando un proceso que puede ser vital para frenar el avance del autoritarismo en Centroamérica.
Los guatemaltecos están dando un ejemplo a sus instituciones. Ahora éstas deben garantizar el traspaso de poder, algo fundamental en todo proceso democrático. Arévalo necesita garantías para gobernar y poder abocarse a los grandes retos que tendrá como presidente para reducir pobreza, desigualdad, inseguridad y emigración y confrontar la corrupción endémica. Hay mucho en juego. Si Arévalo asume el cargo, tendrá una extraordinaria oportunidad de reformar y fortalecer las instituciones democráticas. El éxito no sólo beneficiaría enormemente al Estado de derecho en Guatemala, sino que también enviaría un poderoso mensaje, más allá de sus fronteras, demostrando que incluso dada la historia de clientelismo en el país, es posible ganar una contienda presidencial con el poder de una narrativa y mensajes frescos, campañas originales en redes sociales y caras nuevas, subrayando de paso que la democracia liberal sigue siendo una opción viable en la región. Sobre todo, demostraría a los latinoamericanos que es posible desafiar el statu quo sin socavar de paso a la democracia.